Mil gracias, España

Un futbolero que jugaba al ping-pong, le gustaba el tenis y se enamoró de la NBA, no podía ser de otro modo, a primera vista; como todo amor que nos atrapa en la adolescencia. Ése era yo hace 14 años.

Saliendo del cascarón

Fueron los tonteos de Pau Gasol con Memphis y sus primeros escarceos con los Playoffs, los que me hicieron seguir con cierto interés aquel Eurobasket de Suecia de 2003 donde claudicamos, que cosas, ante Lituania. Allí se congregaban, además del flaco de Sant Boi, un conjunto de tales. Juan Carlos Navarro, José Manuel Calderón, Jorge Garbajosa, Alberto Herreros y el Jordi Hurtado del baloncesto español, Felipe Reyes.

Ahí se reunía ya el núcleo de una generación dorada, aunque ellos todavía no lo sabían. No tenían ni idea del torrente que iban a liberar.

Aprendiendo a volar

Un Calderón que, por entonces, todavía hacía mates en el Tau Cerámica, poco imaginaba que seguiría los pasos de E.T y que hendería la noche americana — cambiando avión por bicicleta— enmarcando a sus espaldas un par de lunas enormes bautizadas Libre y Triple, en la mejor liga del mundo.

Un Navarro que, poco intuía, convertiría su ‘bomba’ en reliquia internacional y daría alley-ops a Pau a 7.500 kilómetros de Barcelona.

Y bueno, me habría reído un rato de quien, por aquel entonces, insinuara que un greñudo de Torrejón de Ardoz como Jorge Garbajosa, repartiría leña desde 7,25 en los Raptors del aún rastafari Chris Bosh.

Surcando los cielos

Pero en 2006, mientras en los colegios norteamericanos aprendían a localizar en su mapamundi ese puntito llamado España donde, de repente, parecía que sabían jugar al baloncesto, aquí, los nuestros, se iban de Congreso a Japón y cuyo curso magistral, llamado “España, La Película”, se impartía sobre madera y proyectaba en televisión.

Al año siguiente, en Europa, se enteraron que no era una película, sino una saga más larga que El Señor de los Anillos, y cuyas otras cuatro secuelas irían saliendo en 2008 (plata en los JJ.OO de Pekín), en 2009 (oro en Polonia), 2011 (oro en Lituania) y en 2012 (nueva plata en los JJ.OO de Londres).

Sólo los yanquis se resistían a nuestro guión. Pero durante casi una década fuimos Hércules. Los mejores entre los mortales y codeándonos con los dioses.

Y entonces algo cambió en los libros de texto. Nos cambiaron el nombre. Hércules por Aquiles; y Francia, la flecha en nuestro tobillo. Una flecha que también parecía mortal, y que casi con toda seguridad ponía fin al mito.

Una España moribunda ante los ojos de Europa, y ante los nuestros propios, se presentaba retraída y cabizbaja en Alemania. Antes de empezar ya nos sabíamos las excusas de memoria: Estamos viejos. Nos faltan Navarro, Marc, Ricky y Calde. Mirotic no es Ibaka. Si Francia nos humilló en casa verás tú allí. Y la plantilla de Serbia, ¿la habéis visto? Y el Antetokoum…Antetoku —ayúdame Siro—…¡si hombre!, el griego moreno éste que tiene brazos de flamenco y juega en la NBA! Nos van a dar hasta en el libro de familia, te lo digo yo…

Felicidad

En el budismo relacionan el concepto de felicidad con el nirvana; un estado de liberación espiritual en el que se alcanza la felicidad suprema.

Yo la asocio a la tarde del 17 de septiembre de 2015. Concretamente, el éxtasis máximo de ese estado de felicidad se concentró en una triangulación en contraataque que culminó Pau Gasol con su quinto mate de la noche. Ese mate mató y apuntilló a los franceses, y un poco más al sur de la Galia experimentamos un estado de gracia en el que también hubo liberación; no espiritual, sino cardíaca. La que nos tuvo a una llamada del hospital durante 40 minutos y no contenta con ello nos regaló una prórroga. Viéndonos hasta 11 puntos abajo, desquiciados por los árbitros a cada soplo en cogote galo, a cada rebote en ataque de Rudy Gobert, a cada pausa de Tony Parker vestido de Nando de Colo, y cada uno de los tres tiros de Batum, que estuvo incluso más nervioso que nosotros…

Después de ganar esa final ante Francia, la de hoy era una propina. El objetivo estaba más que conseguido. Sin partir como favoritos, el triunfo ante 27.000 bleus se saboreó como el mejor de los bocados.

Pero tras un menú de escándalo quedaba la copa y el puro. Esa sobremesa en la que te plantas relajado, satisfecho, con la sonrisa en los labios del que se sabe con el trabajo bien hecho.

La victoria ante Lituania no era una obligación, era una conquista. Y quizás esa falta de presión es la que nos ha hecho disfrutar durante cuatro cuartos enteros. Los tímidos arreones desde el triple no eran suficiente siquiera para perturbar a una selección ya impune. Si perdíamos el oro, ni un alma española lo recriminaría, pero esta generación, con sus incorporaciones, está hecha para ganar.

El gozo de resumir el partido se lo dejamos a Miguel. Yo esta vez me limitaré a leerlo y releerlo. A machacar las retinas con la magia diaria de Pau Gasol. Dicen las canciones que es una persona con disfraz de extraterrestre. Yo creo que es un extraterrestre disfrazado de persona. Ni en la final ha querido ceder protagonismo. Al cierre, medalla en cuello, lo ha resumido ante los micrófonos con tres sustantivos. El sentir de millones de españoles proclamados por su mayor culpable y mejor embajador.

 Gasol: “Es una sensación de felicidad, de plenitud, de orgullo”.

Agradecimientos

Y es que nos habéis vuelto a enamorar, nos habéis hecho felices, plenos, orgullosos…y agradecidos. Porque sí, ahora toca dar las gracias.

A Pau Gasol, no solo por hacer (milagros), sino por venir. Al resto del elenco, por creer. Por creer en ellos mismos y por sobrarles aun fe para dárnosla a nosotros. Por no rendirse cuando yo ya despotricaba tras la derrota ante Italia y cuando lo veía negro negrísimo frente a Alemania. Por empapar a los nuevos del mismo espíritu de unidad, sintiéndose la misma pasión en los que jugaban que en los que poblaban el banquillo. Cada brinco desde el sofá iba acompañado por una invasión de suplentes en el parqué.

Y no quiero olvidar en este brindis a Sergio Scariolo. No solo por su profesionalidad y criterio a la hora de confeccionar la lista de seleccionados, cuestionada por uno, dos y tres millones de españoles. Sino por sacar lo mejor de Pau, darle protagonismo, hacer que se sienta importante, y exprimiendo su mejor versión en defensa jamás vista. Por saber suplir a Rudy. Por destapar y mojarse con Pau Ribas, menuda adquisición. Por manejar los tiempos con los dos Sergios, frenándolos cuando caían presos de la precipitación y soltando a los galgos cuando sabía que podían correr. Y por rescatar a Victor Claver. Por recuperar a ese jugador sumido en el ostracismo, sacar el poder defensivo que esconde e insuflar con fuego su sangre congelada. ¡Qué final de Claver, por cierto! Que muro, que forma de multiplicarse ante las acometidas lituanas.

¿Y ahora?

Maravilloso, colosal, tolkeniano, ¿insuperable?

No sé ya en frío y bajo el impero de la razón en unas semanas. Pero ahora la gesta me empuja a  ser romántico. Dos veces nos hemos enfrentado a ellos. Dos veces hemos retado a los reyes por derecho del ‘Spalding’. Dos veces ha desafiado la generación dorada de España al Dream Team 2.0, y en ambas lides se ha olido a sangre.

Los norteamericanos se pasean por el mundo pero se calzan las zapatillas ante España. Las zapatillas, el jubón, el escudo y el almete. Y ya solo lograr que LeBron, Durant y Carmelo se abracen con locura al acabar la final ya hay que contarlo. Hacer que Kobe, tras un triple, haga callar al pabellón para reivindicarse hay que decirlo. Conseguir que Estados Unidos entera respirara aliviada en dos ocasiones al oír el buzzer final no hay que olvidarlo. Porque jamás una generación de europeos de un solo país retó con tanto descaro a la maquinaria perfecta yanqui.

Río de Janeiro 2016 a la vuelta de la esquina, hipnotiza. Los últimos Juegos Olímpicos de una generación increíble. Se abusa terriblemente de esa palabra en los últimos tiempos. Desde cualquier medio de comunicación. Cualquier mediocridad se bautiza de ‘increíble’. Este adjetivo debería estar reservado a cosas como ésta. Acotado a sueños cuya realidad sólo a veces los supera.

En este Eurobasket no éramos favoritos. Pero una selección de remiendos ha  demostrado dos cosas. Que todavía derramamos un básquet incontenible y que la ilusión permanece intacta.

Scariolo se ha ganado clavar en gusto y forma el broche final de una epopeya que arrancó con Mario Pesquera y honraron por el camino otros como Pepu Hernández o Aíto García Reneses. Hallar  ese equilibro con los nuevos talentos de piernas frescas, pero al mismo tiempo regalando el adiós que merecen a quienes ya han hecho historia viva del baloncesto español.

Adiós, USA, adiós

Escribir un guión con un giro inesperado propio de Scorcese pero con el final feliz de una blockbuster de Spielberg. Vamos, sin rodeos, ganar los Juegos Olímpicos 2016 en un último duelo ante los Estados Unidos de Ámerica.

¿Improbable? Desde luego. Pero con esta generación y con cien más. No obstante, si alguien puede competir con esta lógica aplastante es el grupo que empezó a tocar en su garaje en 2003, y que ahora llena estadios enteros, agota entradas y enloquece masas.

Pintar ambas mejillas con tempera rojigualda y salir victoriosos en la victoria o en la derrota, pero con un redoble final antes de los créditos definitivos, se enciendan las luces y abandonemos la sala sabiendo que la función vista arrasará en los Oscars. ¿Y lo mejor de la película? Obvio, los protagonistas.

Sí, Anthony Davis podrá darle leche con galletas a Gobert antes de acurrucarle. Pero Marc Gasol podría impartir lecciones de baile en la pintura con Cousins y vencerle en el desempate, la muñeca de Navarro ser capaz de competir en reñida pugna con la de Curry, y Ricky Rubio dibujar pases inexistentes ante Chris Paul.

¿Y a Harden? Cómo piensas para a Harden? La verdad, aún no tengo la respuesta para eso. Pero nosotros tendremos a Pau Gasol, y esto, para muchos de los misterios del baloncesto, es respuesta suficiente.


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