Thibs, primer aviso

No importa cuántos tiempos muertos pidiera a los árbitros Tom Thibodeau en el estertor del último cuarto. Dos de 140′, uno corto de 20’… da lo mismo. Me sobraban 138 segundos de los primeros y 18 del segundo. Total, para decir «balones a Towns», no necesitas más.

La problemática reside en que, desde luego, no fue eso lo que dijo. Ahí está lo preocupante. Porque por lo que vimos acto seguido en la cancha, bien pareciera que ése era el mensaje. Anoche me sobraron tiempos muertos, me sobraron pizarras, inertes en su función. Me sobraron aspavientos en la banda. Puestos a apartar cosas del plato, me sobró hasta el entrenador de los Minnesota Timberwolves.

Por otra parte, me faltaron varias cosas. Me faltó entereza en pista, me faltó sosiego con la pelota, eché en falta cabezas que se mantuvieran frías en las ansias de ganar, y no esa inocente manada de jugadores pardillos que, una vez más, pecó de no saber hacerlo.

Pero anoche, sobre todo y más que nada, me faltó un coach que supiera transmitir todo eso; un veterano de mil batallas que tuviera la capacidad, —la auctoritas y potestas— de trasladar esa ingente sabiduría durante años amasada, a esos dos minutos finales… que parecían morralla y terminaron siendo cruciales.

Perder lo imperdible

En baloncesto hemos visto de todo. Lo imposible también, varias veces. Dilapidar amplias ventajas en cortos segmentos de tiempo de un modo que, ni intentándolo a propósito, podía haberse hecho mejor.

Anoche, en el Target Center, estábamos ante uno de esos imposibles. Pero de los de verdad. De los que tu mente piensa, convencida «Esta vez sí. Hoy, no se nos escapa». Pero una vez más, se juntaron el hambre y las ganas de comer.

En este sprint final de 2016, los Wolves no saben ganar, mientras que a los Houston Rockets les sale como un tic casi involuntario. No importa cuan aciaga noche tengas en el triple después de cerrar una noche de récord. Si Ryan Anderson y Trevor Ariza deben meter tres para empatar, lo harán. Porque esas son las dos olas que surfean a día de hoy ambos equipos. Derrota y Victoria, surcan el mar en direcciones opuestas.

Pecados varios

Ir ganando 84-93 faltando menos de un minuto no es seguro de nada. Menos en Minneapolis. ¿Cuántos chascos necesarios para enterarse? ¿Cuantas bofetadas contra el suelo por culpa de la misma piedra?

Por eso, si LaVine se confía, se acomoda, se arrepatinga en lo holgado del marcador para dejar pasar a Eric Gordon —le faltó decir un ‘pase usted’— para esa, a priori, irrelevante canasta de dos puntos, vas tú, entrenador férreo, marine y que suda mala leche desde el lateral, y lo sientas.

Que la torpe jugada de a continuación entre Towns y Ricky no es la diseñada en la pizarra —o incluso compramos el traspiés como fruto del infortunio—, pues vas tú, técnico general y comandante, en el siguiente time out, y lo corriges.

La balanza es compleja. En los errores, hay cosas que achacar a los jugadores, cosas que imputar al entrenador. Y luego existen algunas que bailan sobre el hilo de la responsabilidad compartida.

Pero ayer hubo dos muy claras que son de las que justifican ver la cabeza del head coach rodar por el empedrado de la Plaza Mayor. 

Por ejemplo, conociendo que a Houston sólo (y exclusivamente) les sirve el triple para empatar, permites lo que permites en la última jugada; magníficamente planteada, por otra parte, por el siempre denostado Mike D’Antoni.

Wiggins persigiendo a Harden en su (irrelevante) internada, Towns cayendo en la trampa y perdiendo a su marca por centrarse en ‘La Barba’, y Andrew llegando tarde a cubrir la mordida de anzuelo de su compañero. Resultado: la marca que se perdió, de tres la enchufó. Ariza convertía lo imposible en un tortazo de realidad.

https://www.youtube.com/watch?v=Oh8bJxVAHDk

Pero quizás, nada de esto hubiese sucedido si, instantes antes, en la jugada previa, Thibs se hubiera asegurado, con su guantelete de hierro, de que se cumplen los roles. Ahí donde el director, osea Ricky, dirige. Y los ejecutores, osea, cualquier otro, ejecuta. Pero no. Qué fueron de los maravillosos pick & roll de los tres cuartos anteriores, es algo que aún me pregunto.

LaVine subió la pelota, LaVine la mareo, y LaVine hizo la guerra por su cuenta cuando aún le sobraban ocho segundos de posesión.

Y si alguien viene a quejarse por la falta posterior de Harden a Wiggins tras rebote ofensivo, le diré que sí; que es cierto, que la hubo. Y que me alegro que no la pitasen. Porque de haberlo hecho, quizás, los Wolves, sus aficionados e incluso su técnico, habrían pensado que lo habían hecho bien. Que qué buen partido a pesar del amago de susto. Que su último minuto a lo mejor no merecía la dimisión en masa de todo el elenco.

Control de amotinamiento

Anoche me dormí queriendo la dimisión de Thibs. Esta mañana me levanté con la decisión resoluta de pedirla en este escrito. Y después de comer —con el estomago contento se piensa mejor— he considerado que no puedo descargar sobre ‘il mago NBA di catenaccio’, toda la frustración acumulada tras doce temporadas sin Playoffs.

Una saga renovada que empezó con Saunders, por imperativo biológico heredó Mitchell, y tras decisión estival en las oficinas pasó a poder de Thibodeau. Esto apenas acaba de empezar. Diría, de hecho, que apenas hemos sobrepasado el prólogo.

Y tras ver que una saga, en su octava entrega, te sorprende como lo hizo conmigo en la tarde de ayer Rogue One, la tarde del domingo me susurra, tenga, un poco más de paciencia.

Así que por hoy, coach Thibs, sólo se quedará en un primer aviso.


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