DeRozan, entérate: sólo son negocios

Indefectiblemente humano es tener seis años y pedir, en la carta a los Reyes Magos y en celoso secreto, una corbata nueva para tu padre, y no entender que esta no vaya a llegar jamás.

Indefectiblemente humano es tener catorce años, catear un examen de Química y concluir inmediatamente que, de entre los treinta y cinco alumnos que abarrotan la clase, es a ti a quién el profesor tiene manía.

Indefectiblemente humano es, tener la edad que se tenga, rehuir el cinturón de seguridad, ‘porque es un trayecto muy corto’ y recelar de que puedas ser tú la siguiente victima que engrose la cifra de muertes en carretera.

Indefectiblemente humano es tener 29 años, asistir al ruín traspaso de Isaiah Thomas de Boston a Cleveland un año antes, y todavía conservar la tierna creencia de que, contigo, la cosa va a ser distinta. Que en tu caso, la ética disfruta de un solo rasero. Que por tratarse de ti, de DeMar DeRozan, que lo has dado absolutamente todo por tu franquicia, los Raptors, acaso el sistema entenderá que mereces un trato especial, deferente y único.

Componentes incompatibles

En ocasiones, pobres diablos, lo olvidamos, o fingimos olvidarlo. Nos ocurre porque retiros como los de Tim Duncan o Kobe Bryant causan confusión, nos hacen dudar y nos empujan a creer. A creer que quizás sí, que en lo más profundo de Skynet hay murmullos de un latir metálico. Que el componente humano de la NBA puede imponerse, aunque solo sea un puñado mísero de veces, al componente patrimonial.

El 25 de junio de 2009 arrancó el romance. Raptors y DeRozan (número 9 del Draft) firmaban su primer pacto de reciprocidad. Tres años y tres meses después, acordaban el primer gran contrato del jugador (4 años y 40 millones de dólares), consolidando lo que empezaba a convertirse en un matrimonio muy bien avenido. El 14 de julio de 2016 la franquicia se puso de rodillas y confesó su amor: 5 años y 139 millones de mariposas y dientes de léon. Pero sobre ese amor, no obstante, la franquicia jamás juró que sería eterno.

Eterno no… pero pisoteado tampoco. Amor finito, volátil y barato. Así ha sido. Abatido sin llegar siquiera al ecuador. Víctima colateral de una actitud improcedente –que no ha sido la suya–, y un traspaso forzado –que no ha sido el suyo–.

DeRozan ha reaccionado al suceso de hoy como quien recibe una puñalada en la espalda de quien no imaginó que pudiera traicionarle. Él era el favorito; el niño mimado. El chico del cuasimáximo salarial. Y con este divorcio repentino, unilateral, subrepticio y taimado, DeRozan ha abierto por fin los ojos al mundo real.

Un movimiento, el de los Raptors, tan moralmente ilegítimo como estructuralmente entendible. Y el escolta ha caído en el fatal descuido de obviar la segunda parte.

Un duro desengaño

Debemos empezar a asumir (de una vez por todas) que los hechos que se repiten cada verano y regurgitan a cada mercado invernal, no son previamente guionizados por Richard Curtis. No siempre vence el amor. No siempre la fortuna sonríe a todas las partes afectadas y no siempre terminan sonando los Beach Boys.

Julio es un mes cruento, voraz y matemáticamente insaciable. Y este julio, además, ha sido salomónico con Kawhi Leonard y un cabrón (no se me ocurre mejor palabra) con DeRozan.

Desde el plano anímico, el primer acto, irreflexivo y visceral, del shooting guard, está más que justificado. «Te dicen una cosa y acaba pasando otra. No se puede confiar en ellos. No hay lealtad en este juego, te venden rápido por casi nada».

‘Entendiendo’ a los Raptors

Deportivamente, el asunto es otro cantar –y que correspondería analizar en profundidad en otro artículo–, pero es lógico suponer que ambos bandos nos darían múltiples razones de por qué han decidido llevar este inesperado acuerdo a cabo.

Más allá de la visión del lector, del periodista, del analista y del aficionado, decisiones de tal calado y trascendencia no se toman a la ligera (llevamos casi ocho meses de ‘caso Leonard’). Raptors y Spurs, franquicias ambas serias y bien dirigidas, han tenido tiempo de cerciorarse de que este trueque se trata de un claro y transparente win-win.

Ningún equipo se lanza a traspasar a su jugador franquicia (en este caso dos franchise players) sin su dilatado simposio.

Ahora bien, considerando estrictamente el punto de vista de los Raptors, no es difícil intuir algunas de las razones del traspaso. Muy en paralelo, probablemente, a las que empujaron a despedir al COY (su COY) de 2017/18, Dwane Casey.

Tras haber firmado la mejor fase regular de su historia, con 59 victorias, vino el temido varapalo y con la contundencia usual: 4-0 ante los Cavs. 4-0 de nuevo ante su muralla insalvable; ante su verdugo. LeBron James.

Cinco participaciones consecutivas en playoffs, las tres últimas con idéntico desenlace y en una dinámica cada vez peor. A las Finales de Conferencia en 2015 (4-2) les sucedieron dos barridas en segunda ronda. Siempre ante James. Y en esta ocasión destapándose más que nunca sus vergüenzas defensivas (121,5 puntos por 100 posesiones). Vergüenzas que pocos (o nadie) como Kawhi, tienen el talento y la capacidad de corregir.

Un Este sin LeBron… al fin

No obstante, ese obstáculo, el de LeBron y cualquiera que fuese su equipo en el Este, acababa de desaparecer. Por fin su bestia maldita había emigrado al extremo opuesto del país, a los Lakers, bien lejos en la costa septentrional; alzarse por primera vez en su carrera con, al menos, el título de Conferencia, se vislumbraba más accesible que nunca antes.

La mente de DeRozan debió considerar que con Nurse al frente (asistente de Casey, especialista en la pizarra ofensiva y culpable de las enormes mejoras en este aspecto la pasada temporada) y la estabilidad del bloque, tenían más suficiente para volverlo a repetir. Huida la kryptonita y experimentados en eso de acallar cualquier insurgencia (Celtics, 76ers), solo unos cuantos meses lo separaban de dar carpetazo a nueve temporadas de trabajo duro y frustraciones en la orilla.

Pero Masai Ujiri y su obediente sanedrín dedujo justo lo contrario, y en cuanto vieron que los Lakers capitulaban por Leonard y la portezuela se abría, se lanzaron sin dudar. Palabras que embadurnan y luego engañan, promesas que mueren en la indiferencia de quien primero las pronuncia y luego las traiciona. Blandir el estandarte de la estabilidad y agitarlo en lontananza es algo que hace tiempo que dejó de colar, con cándidas excepciones, ahora víctimas, como el pobre DeMar.

Promesas en el viento

“Creo en Dwane Casey. Creo en el trabajo que ha hecho». Dos días después de estas declaraciones, salidas de los labios de Ujiri, los Raptors emitían un comunicado informando del despido de su entrenador.

“Eso no es algo que vaya a ocurrir aquí», afirmaba también con rotundidad el GM, a fecha de 10 de mayo, cuando le preguntaron si los Raptors buscarían una revolución en la plantilla para el verano. «Estamos haciéndonos con jugadores jóvenes. Vamos a crecer. Vamos a ganar. Ahora me toca hacer mi trabajo. Ponlo sobre mis hombros… Mejoraremos».

Afirmaciones estas que, sin embargo, escondían una contracción con tintes de eximente. Mejorar… Crecer… Ganar. Adjetivos que no se vuelven precisamente corpóreos a base de contratos duales y mínimos de veterano. Ujiri ya era consciente, por aquel entonces, de lo que estaba dispuesto a hacer y lo que no dudaría en sacrificar si, llegado el momento, valía la pena sacrificar.

Leonard: sin alegato

En Kawhi Leonard, por otra parte, no hay caso. Simple y llanamente. Él tuvo el reino a sus pies y él mismo lo despachó de un puntapié, perdiendo todo derecho al pataleo.

La narrativa del nuevo alero de los Raptors es radicalmente opuesta al escolta que llora el tener que abandonarlos. En apenas seis meses Leonard hizo todo lo que tenía que hacer para tirar por la borda un legado que se le había ofrecido en bandeja de plata. Era el señalado para suceder, sheriff en solitario, al Big Three más excepcional de los veinte últimos años. Suyo era el testigo y el sombrero de vaquero, pero con su turbia e inmadura actitud se ganó que en San Antonio ejercieran su despotismo sin la menor condescendencia.

Hecha pública la ruptura, Leonard apostilló por seguir jugando en el Oeste, más concretamente en Los Angeles Lakers, pero los tejanos (después de que el mismo Popovich se subiera a un avión y bajara los pantalones) no estaban por la labor de reforzar un conjunto de su misma conferencia a menos que obtuvieran una enorme compensación a cambio. Los Kuzma, Hart e Ingram no llegaron y, tras tantear a media liga, los Spurs marcaron, con gusto, el prefijo 416.

El traidor, a ojos del increpante, cambia de bando con gran sencillez dependiendo de la situación y el momento concreto. —¿LeBron o Cavaliers? ¿Pierce o Celtics? ¿Garnett o Timberwolves? ¿Gasol o Grizzlies? ¿Durant o…?—

El caso de Kawhi, de hecho, habría sido incluso más sangrante de sucederle lo que a su aquí homólogo, DeMar, hace tan solo una temporada. Su papel en San Antonio había germinado con el transcurrir de los años. Tanto fue así que los Spurs no dudaron en cederle la vitola de heredero a la primera ocasión, con el contrato máximo para un jugador de su edad y estatus, de 5 años y 94,3 millones de dólares.

‘Los derechos’ del jugador

Ahora bien, hay que entender que cuando un jugador ata su futuro a una franquicia lo hace, principalmente, en base a dos alicientes: el dinero y el proyecto. Y con proyecto nos referimos a la proyección real que tiene dicha franquicia en la pelea por el título durante los años que se prolongará el susodicho contrato.

En el caso concreto de DeRozan, estabámos en el punto culmen. Como hemos explicado, proyecto en su clímax de madurez, una plantilla más armonizada que nunca (Lowry, Ibaka y Valanciunas sitos en primera línea, y un banquillo, con VanVleet, Anunoby, Powell, Siakam y Poeltl, como la revelación de la temporada), y sin el incordio del ’23’ in the last stage.

Y él, su mejor hombre, que había conseguido adecentar su triple y destaparse como un gran pasador, además de mantener intacta su ferocidad anotadora, ha sido objeto de destierro cuando más saboreaba el lejano aroma de la victoria.

Y en cuanto a su destino, en un vano intento de equilibrar el despropósito y a propósito del ‘proyecto’ (los millones no se tocan), a duras penas encontramos consuelo.

San Antonio es, a día de hoy –a pesar de Pops, de Aldridge, de una filosofía intachable y de una historia reciente que nos obliga a no ser indulgentes con ellos– en un Oeste atiborrado de estrellas y, cruel sátira, otra vez con LeBron, menos San Antonio que nunca.

Solo son negocios

A Isaiah Thomas, la llamada de Danny Ainge le pilló en Seattle, en pleno viaje de aniversario. «IT… acabo de traspasarte».

En el minuto 7:27 podemos ver expresión que atraviesa a quien tiene la profunda certeza de ser un elemento clave, imprescindible e intransferible dentro de una misión, una filosofía… una familia. Thomas, por cierto, llevaba tan solo dos años en Massachusetts.

«… (suspiro)… menuda locura…. (silencio)».

La realidad es cambiante. Los mapas de ruta son solo bocetos. Los contratos de cinco años, una mera cifra en el ‘pasivo’. La fidelidad, una broma que nos gastaron. El sacrificio, algo que el límite salarial no computa. La familia, los colegios, el hogar… garbage time.

¿Negociaciones? Una aventura abstracta. ¿DeRozan? Un boxscore potente y un salario abultado. ¿Los Raptors? Unas vitrinas vacías. ¿Leonard? Una oportunidad.

¿La empatía? Un lujo omisible.


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