No hay equipo que viva más en la ola de su estado de ánimo que los Golden State Warriors. En veinte años viendo baloncesto en directo me resulta imposible encontrar comparación al influjo que sus fases de ebullición causan en todo factor circundante. Los chutes de autoconfianza que supone cada acción en los jugadores. El aturdimiento casi total que sufren los rivales ante el vendaval de defensa, ritmo y acierto que tienen enfrente. La explosión de júbilo que son capaces de provocar en los aficionados locales y la fascinación que despiertan en los visitantes.
Este fenómeno ya de sobra conocido afecta incluso al cuerpo arbitral. Hace poco Andrew Bogut decía seguir sorprendido por la permisividad que los colegiados le permitían en cada bloqueo durante su etapa en los Warriors. “Si hubiera estado en Milwaukee poniendo esos bloqueos me habrían expulsado por faltas en el primer cuarto. Pero jugando en Golden State, cuando éramos la Cenicienta que empezaba a crecer, Steph o Klay calentaban la muñeca y los árbitros se dejaban llevar también por el momento”.
Resulta difícil explicar con palabras y concisión el subidón anímico que provocan los Warriors de Kerr cuando entran en combustión. Una de mis teorías favoritas es la que apunta a la aparente fragilidad detrás de todo lo que hacen. Sus fases de dominio requieren tal grado de precisión e inspiración individual y colectiva que resulta inverosímil pensar que vayan a prolongarse en el tiempo. Por eso cada vez que vuelven a mostrar su mejor versión, jugadores y aficionados sienten la necesidad de disfrutar el momento como si no fuese a repetirse jamás.
Son muchos jugadores a lo largo del ciclo abierto en 2014 los que se han contagiado de este fenómeno para elevar su aura y prestaciones portando la camiseta de los Warriors. Desde Leandro Barbosa a Gary Payton III pasando por Javale McGee o Shaun Livingston. Sin embargo, solo unos pocos han sido capaces de ser catalizadores de esta euforia noche tras noche. Hasta ahora solo el trío fundacional que forman Curry, Thompson y Green, cada uno a su manera, habían logrado mimetizarse por completo con la euforia que desprende el juego que ellos mismos generan.
Ni siquiera Kevin Durant logró circunscribirse con totalidad en este fluir. En la 2016-17 su compromiso defensivo y su inicial servidumbre ofensiva descubrían a un jugador dispuesto a sacrificar gloria individual por ser parte de un todo. Pero al final del día KD no se podía quitar de la cabeza que todo el mundo le veía como un factor externo a la cultura de la Bahía. Con el tiempo, esta separación fue desgastando el propio juego del equipo, que cada vez acudía más a Durant como arma nuclear independiente.
Valga esto para poner en perspectiva lo complicado que es insertar a una estrella en el organigrama de Golden State. Para ser alumno aventajado de la escuela Warriors se necesita aunar el justo grado de solidaridad para ser ‘uno más’ y el talento suficiente para ser capaz de generar esa euforia por ti mismo. Quizás la única vía para lograr esta conjunción de factores sea el draft y el posterior desarrollo de jugadores dentro del modelo. No por nada es esta la fuente principal de la dinastía nacida hace ya ocho años.
Jordan Poole es el último hijo pródigo de esta factoría y los dos primeros partidos de su carrera en playoffs suponen situarle de manera definitiva como una de las cabezas de una franquicia difícil de encabezar. El chico es un legítimo tercer Splash Brother.
Desde el principio sus condiciones anticipaban un molde ideal para ser jugador exterior en Golden State. Liviano, explosivo, habilidoso, creativo, esforzado, con ansias de conocimiento y rango de tiro ilimitado. En su año rookie le tocó afrontar un curso marcado por las devastadoras lesiones de Curry y Thompson y la marcha de Durant. Encontrar la estabilidad como novato rodeado de este cúmulo de circunstancias resultaba imposible. Poole tendría que esperar al inicio de la 20-21 para comenzar a sugerir realidad detrás de las expectativas que siempre aparecen alrededor de los jóvenes en San Francisco. Este año, todo lo sugerido ha tornado en realidad factual.
Para explicar su crecimiento no hace falta acudir a incremento estadístico alguno. Basta con dejarse llevar por lo que transmite en pista, requisito indispensable para defender su caso. Poole ha absorbido con rapidez todas las enseñanzas y automatismos que le brinda el libreto de Steve Kerr y los consejos de sus superdotados compañeros. Pero lo diferencial está en haber alcanzado el punto en el que poder afrontar cada jugada con un “¿Por qué no?” sin que lo que ocurra a continuación pueda quitarle la razón.
Pese a no ser definitiva, esta versión constituye a Poole como el nuevo instrumento principal en la orquesta emocional de los Warriors. A la vacilona sacudida de hombros de Curry, al marcar bíceps y la incontinencia verbal de Green y a la carismática excentricidad de Klay, se suma ahora un cuarto solista capaz de enloquecer al Chase Center cada vez que se gira hacia ellos con pose imponente y mueca chulesca.
Sin contexto, las jugadas de arriba recogen la esencia de lo que hace tan especial al baloncesto de los Golden State Warriors y las leyendas que lo siguen enarbolando casi una década después. Que con pragmatismo se explicaría como una mezcla de elevada solidaridad, sentido táctico, ejecución técnica y un irrenunciable sentido lúdico. Y Poole recubre cada uno de esos flashes con constantes buenas lecturas en ambos lados de la pista. Con y sin balón. Cerca o lejos del rival que porta la pelota. Durante ciertos tramos de temporada Jordan ha demostrado poder cargar sobre sus hombros con toda la mística de los Warriors aun en ausencia de sus cabecillas. Llegados los playoffs, parece dispuesto a mostrar que es capaz de hacerlo todas las noches.
Hoy el resto de la liga mira con miedo a unos Golden State Warriors que parecen recuperar el paso perdido allá por diciembre/enero con el terremoto anímico que ello conlleva. Esto lo explica vuelta de Curry a un nivel reconocible y anterior a su mala racha; el regreso de Draymond Green en un estado físico portentoso y la regularidad adquirida por un Klay Thompson que por fin parece sacar el cuerpo entero del pozo en el que le habían sumido los dos años de ausencia. El recuerdo de lo que fueron estos tres es demasiado potente. Sin embargo, a esta ecuación cuasi perfecta toca ya añadir a Jordan Poole, cuyo aterrizaje en playoffs le aúpa como el cuarto agente del caos que los Warriors no creían necesitar, pero que sin duda celebran.
(Fotografía de portada de Ezra Shaw/Getty Images)