Este primer tercio de temporada NBA tiene el asentamiento de Bol Bol como una de sus historias bajo el radar. Hasta ahora el espigado… ¿Alero? ¿Ala-pívot? ¿Center? Lo que sea. El caso es que en anteriores cursos su desempeño en cancha no iba mucho más allá de insinuar unas condiciones extremadamente bizarras para un jugador de su talla, envergadura y delgadez. Su impacto positivo en el juego era inversamente proporcional al inherente atractivo que suscitan sus highlights. Y quizás haya algo perverso en la admiración dirigida hacia anatomías tan radicales como la de Bol. Pero la realidad es que los freaks siguen atrayendo miradas de forma automática.
Con lo visto hasta ahora, por fin ha llegado el momento de considerar al de los Magic como un jugador NBA por derecho propio. La insistencia o no de los cuerpos técnicos con el talento joven suele ser un tema bastante díscolo y que tiende a responder al puesto del draft que en su día ocupase el chico en cuestión. A Bol lo que le ha granjeado la confianza de la liga cuando a esta fe no le quedaba otra que ser ciega fue su cuerpo y motricidad. Ahora, al fin, y en palabras del siempre agudo analista Nekias Duncan “sus virtudes pesan más que sus carencias”. Aunque la cruel intuición le siga observando principalmente como un milagro andante de la biomecánica humana.
La apariencia de Bol no podría ser más exógena y netamente africana. No como el resto de afrodescendientes que pueblan la liga de arriba abajo, sino como un hijo real y directo del continente que primero conoció la civilización en su grado más heterogéneo. De hecho, Sudán fue el país que le dio la bienvenida al mundo. Sin embargo, cosas de la globalización, Bol Bol cuenta ya por 21 los años que le amparan como ciudadano estadounidense de pleno derecho. Afroamericano de segunda generación, la vida del jugador ha podido discurrir con la normalidad con que lo hacen tantos otros atletas que consumen el circuito AAU y chapotean un año en la NCAA antes de dar el gran salto.
Nada de exótico tiene una biografía cuya superficie comparten un tercio de los jóvenes que escuchan su nombre en la boca de Adam Silver durante la noche del draft. Sucede que para existir un Bol Bol inserto en la sociedad norteamericana apenas gateó la tierra de las oportunidades hubo de haber una primera generación que moldease sus costumbres a esa nación de ilusas promesas para la mayoría de los que acuden a ella en busca de sus sueños. Y Manute nunca le hizo ascos al American Way of Life.
El improbable éxodo de Manute Bol
Sin saber del todo lo que hacía, Bol abrazó el sueño americano desde el momento que su intuición le llevó a caminar tres días desde su natal Turalei hasta Wau, la principal ciudad del sur de Sudán. El gigante africano receló del baloncesto en su primer contacto con el deporte de la canasta, desandando las 72 horas de trayecto totalmente contrariado por aquel juego. No fue hasta que su primo Joseph Victor Bol Bol le habló de las riquezas y calidad de vida que su altura le podría brindar cuando Manute comenzó a tomárselo en serio.
Para explicar su vida en los Estados Unidos resulta relevante hasta cierto punto detallar sus orígenes y rocambolescas costumbres como integrante de la tribu dinka —de las cuales él renegó hasta una edad impropia en su cultura, para vergüenza de su familia—. Siempre hablando desde la perspectiva occidental. Pero sus experiencias en esa etapa están lo suficientemente reportadas y cacareadas por el propio protagonista como para caer en redundancias. De renarrarlas, sólo quedaría la sospecha de que su choque con la cultura americana sería el del salvaje contra la civilización. Algo que únicamente resulta veraz en parte. Manute siempre contó con padrinos muy cercanos en el nuevo mundo, que pisó por vez primera en mayo de 1983.
Solo así pudo sobrevivir al total desconocimiento del inglés con el que llegó y a los largos meses de espera hasta que le fue posible jugar. Los principales eran Don Feeley, scout que le descubriría allá en Sudán, y Deng Nihal, compañero y amigo de Manute durante su corta experiencia en el baloncesto local sudanés. Este último sería su traductor y su compañero de piso en los Estados Unidos, se encargaron de que Manute nunca se sintiese demasiado fuera de lugar. De su total desconocimiento del lenguaje se encargó Arleen Bialic, una lingüista a la que se encomendó la tarea de enseñarle nociones básicas del idioma en apenas unos meses. Tomándolo como un reto personal Bialic logró avanzar a contrarreloj, pero la empresa resultaba un imposible. “Ni siquiera sabía coger un lápiz. Jamás lo había hecho”, le contaba a Sports Illustrated.
Sus carencias formativas e idiomáticas no suponían tanto un problema para sus relaciones sociales, aunque las llevase a cabo con un círculo muy cerrado, como a nivel institucional. Básicamente porque para jugar al baloncesto, el único objetivo con el que había llegado al país, debía hacerlo como alumno universitario. Inscribirle como tal le costó a Cleveland State dos años de suspensión por parte de la NCAA y a Bol un año en blanco.
Memorias de África
El otro gran punto que le alejaba de la cultura en la que le intentaban introducir aprisa eran las noticias que recibía desde Turalei. Sobre todo cuando llegó a sus oídos la muerte de su padre, Madut pocos meses después de su llegada a Norteamérica. Su rápido regreso coincidió con el sentimiento de añoranza que se apoderaba de él en aquellos días, pero también con una tensión sociopolítica que acabaría haciendo estallar la guerra civil en Sudán. En su corta estancia le dio tiempo a prometerse con una chica dinka, pero el matrimonio no fraguó por una discordancia en el número de vacas que Manute debía entregar a la familia de la novia para permitir el casamiento.
A su regreso, Deng le borró cualquier morriña de la quijotera, y los meses siguientes continuaron el arduo aprendizaje del idioma mientras Cleveland State agotaba las vías para inscribir a su flamante pero prohibido fichaje. Ante una segunda negativa, Feeley planteó a Manute un giro de timón. El técnico al fin había encontrado la oportunidad que buscaba como asistente en la pequeña universidad de Bridgeport, Connecticut. La que sería la casa del gigante sudanés hasta su desembarco en la gran liga.
Fenómeno universitario
Allí, en un pabellón de apenas 1.800 localidades, en un equipo de repercusión mínima más allá del cerco local y conducido por una universidad camino de la bancarrota; Manute tuvo su primer contacto real con la sociedad norteamericana. Y, aunque fuese a pequeña escala, rápidamente se convirtió en un fenómeno de masas que abarrotaba el gimnasio cada dos fines de semana y arrastraba a decenas de aficionados a los encuentros fuera de casa.
El reclamo era obvio. En Invasión o Victoria: Extranjeros en la NBA, Gonzalo Vázquez define a Bol como “el paradigma de extranjería étnica más acusado de todos los tiempos”. Y no eran otras razones más que esa radical diferencia cultural y las extremas condiciones físicas del protagonista las que servían como primera atracción. Sin embargo, fue el carácter bondadoso y magnético que desprendía Manute el causante del flechazo que Bridgeport y sus gentes sintieron con él.
Bob Ehalt, que cubrió a la universidad de Bridgeport en la época, asegura en un texto que es más elegía que obituario que en 30 años dedicados a escribir sobre deporte, no ha vivido una temporada más especial que aquella de 1984-85. “[Manute Bol] fue el único responsable de que aquella campaña fuese mágica. […] En mi mente es la temporada más salvaje que ha vivido equipo deportivo alguno”, recordaba el periodista en 2010.
Bol era alguien especial más allá de lo evidente. Un favorito de todos los vestuarios que llegó a pisar y de los cuales Bridgeport no fue una excepción. Manute fingía una sarcástica arrogancia que, impulsada por su peculiar inglés, causaba risas allá donde fuese. Su forma de hablar aunaba herencias de la jerga afroamericana, palabras inventadas y expresiones extraídas de forma literal de la música que escuchaba —mayormente rock de la época—. Un batiburrillo de resultado hilarante en un personaje gracioso por naturaleza. El fenómeno Bol llegó al punto en el que grupos de aficionados rivales celebraban sus tapones ante los jugadores de sus propios equipos.
Descubriendo el libre albedrío
Pasaban dos años de su llegada y, aunque Bol nunca había mostrado trabas en su paulatina adaptación, aún estaba lejos de considerarse un ciudadano estadounidense. Despojado de cualquier tipo de agencia, Manute apenas había podido decidir por sí mismo durante su primera etapa allí. No tenía razones para no fiarse de Feeley y su círculo cercano, quienes siempre obraron por el bien del jugador cuando este no tenía las herramientas para asegurar su autonomía. Sin embargo, llegó un punto en el que Manute se vio a sí mismo con la determinación suficiente como para ser dueño de su propio destino.
Consumidos dos tercios de aquella mágica temporada 84-85, Manute le dijo a Bruce Webster, su entrenador en Bridgeport, que tenía la intención de marcharse del equipo para cumplir con lo que le había llevado a cruzar el charco: ganar dinero jugando al baloncesto. En Bridgeport costó asimilarlo, pero tuvieron que dejarle marchar ante los 25.000 dólares que le ofrecieron por jugar unos cuantos meses con los Rhode Island Gulls, un conjunto que competía en la United States Basketball League (USBL), liga menor recién creada que contó sus últimos días en 2007. Era abril, quedaban un par de meses para el draft de la NBA y en la gran liga Manute ya tenía unas cuantas voces que anticipaban su llegada.
Varios directivos con elecciones a la cola de la primera ronda dudaban si jugársela con quien Don Nelson ya había pontificado como el mejor taponador que había visto en la vida. Trece tapones de media por partido en su corta estancia en la USBL daban buena renta del año. Se acabaron llevando el gato al agua los Washington Bullets con la séptima elección de segunda ronda de 1985.
Cerca de las estrellas
Es aquí donde realmente comienza la completa inserción de Manute Bol en la sociedad estadounidense y su conversión en artefacto de la cultura popular americana de finales de siglo. Y nada más estereotípicamente yanki que la dieta basada en comida basura a la que sometieron a Bol en vistas de su debut NBA. Pero, a pesar del empacho de pizzas, hamburguesas y bebidas azucaradas, Bol llegó al training camp midiendo 2,31 metros y pesando 86 kilos que ponían en cifras una languidez inverosímil. En temporadas posteriores conseguiría ganar peso afinando su dieta y realizando el trabajo físico que le permitía su peculiar estructura ósea.
En Washington también se iban a preocupar de facilitarle la transición en todo lo que excedía los muros del pabellón. Chuck Douglas fue el asistente personal que le asignaron a su llegada a los Bullets y que se encargaría de introducirle definitivamente en las costumbres ciudadanas y las tareas típicas de una persona adulta en los Estados Unidos. De todas ellas, Manute solo desdeñó la idea de buscar el amor en la que era su nueva casa. El jugador estaba empeñado en contraer matrimonio con una mujer que perteneciera a la tribu dinka, para lo cual su hermana Natalina tuvo que hacer de intermediaria unas cuantas veces. En declaraciones que hoy sonarían de aquella manera, declaró alguna vez desear una esposa “ama de casa. No creo que a las chicas americanas les guste limpiar la casa”.
Aquellos eran días en los que la fascinación surgida en el pequeño condado de Bridgeport durante la temporada anterior se expandieron a lo largo y ancho de la nación. Fuese donde fuese, Bol generaba una expectación que quizás no encuentre parangón histórico en un jugador de segunda ronda. Ese primer interés, como era de esperar, nacía del brutal choque cultural que intuían los medios de comunicación y aficionados, a los que Manute despachaba como un libro abierto hablando de sus orígenes y costumbres con la normalidad y el sentido del humor al que acostumbró durante toda su carrera.
Manute, el hombre-anuncio
Antes de pisar una cancha NBA, el gigante sudanés ya había firmado contratos publicitarios por valor de más de 100.000 dólares con algunas de las marcas más conocidas de la época. Nike le calzaría, Coca-Cola le daría energía y Kodak le sacaría las mejores fotos. Durante su estancia en la NBA los publicistas y equipos de marketing aprovechaban sus partidos como visitante para grabar y montar campañas como si de una estrella se tratase. Algo similar a lo que representa Boban Marjanovic en la actual NBA a nivel comercial.

Esto fue cimentando a Bol como una de las caras más reconocibles de una NBA que comenzaba a expandir sus horizontes de la mano del binomio Magic-Bird/Lakers-Celtics, el flamante nuevo comisionado David Stern y aquel milagro de la mercadotecnia llamado Michael Jordan. Manute era la cara más amable de una liga y una sociedad que luchaba una guerra despiadada frente a la cocaína y otras drogas derivadas.
Ha nacido un ‘trash-talker‘
Quizás nada explique mejor la imagen que proyectaba Bol al mundo como su desempeño en cancha. Verle jugar no solo era divertido por vaticinar quién sería el iluso jugador exterior que se creyese capaz de evitar sus infinitos brazos. También había recreo en adivinar qué le estaría diciendo a la estrella de turno. Manute amaba el trash talk. Pero, como hacía con todo en el baloncesto, sentía especial predilección con la rama que busca hacer del juego algo alegre. E igual que se empeñaba en lanzar de tres o botar el balón a pesar de sus evidentes carencias, no había lance del juego en el que Bol mantuviese su boca cerrada.
Normalmente cada una de sus canastas venía acompañada de un “no puedes defenderme” y una rápida sonrisa que denotaba sarcasmo y ganas de divertirse. “Cuando juego trato de hacer amigos. En mi equipo y en el rival”, diría más de una vez. A menudo también se dirigía al banquillo contrario con sorprendentes bromas adaptadas a las ciudades que su equipo visitaba.
«Si todo el mundo fuese como Manute Bol, sería un mundo en el que me gustaría vivir»
Charles Barkley
A Manute le gustaba tanto la puya y esos cara a cara que nacen en la salud de la competición que se dedicaba a crear ese tipo de ambientes también en los entrenamientos. Con un enfoque más humorístico si cabe. Así, retaba a pachangas a Mugsy Bogues en las que se dedicaba a intentar driblarle y defenderle lejos del aro, fingiendo enfadarse cuando el menudo base le superaba una y otra vez. Con Charles Barkley tiraba del típico “demasiado pequeño” que tanto se estila hoy y con el que Chuck se reía a carcajadas. Un aullido vaquero acompañaba a cada gancho que acababa en la red. Imposible que cualquiera que le recuerde pueda borrar la sonrisa de la cara mientras lo hace. Barkley encontró en él —y en Rick Mahorn— al compinche perfecto para el niño que siempre ha llevado dentro.
Represalias de adolescencia
Sin embargo, toda su transparente simpatía pronto ahuyentó cualquier sospecha de indulgencia. Los varones dinka acostumbran a responder con violencia ante prácticamente cualquier afrenta. Comportamiento acrecentado en la adolescencia y que Manute estaba contento de haber dejado atrás hasta una aciaga noche en Chicago.
En lo que ni siquiera parecía una lucha por el rebote tras un tiro libre, Jawann Oldham, pívot de los Bulls, se revolvió empujando con el codo a Bol, que se le quedó mirando desafiante. El del equipo local siguió buscando al sudanés con la mirada hasta que le empujó por segunda vez e intentó asestar un puñetazo que Manute devolvería. Dan Roundfield, compañero de Bol, llegó para inmovilizar a Oldham, pareciendo poner fin a una refriega que se reanudó segundos después con mayor virulencia y que terminó involucrando a cuerpos técnicos, árbitros y demás presentes.
Esto, un episodio aislado, no le privó de ser una de las caras de la NBA en la segunda mitad de la década de los 80 y principios de los 90. Lo cual, unido a su innata habilidad defensiva, le permitió ganar grandes sumas de dinero y llegar a firmar un contrato de 1,6 millones de dólares en su tercer año en Philadelphia. En sus primeros años, Bol se permitía ciertos caprichos típicos del jugador que se ve con ese poder adquisitivo de la noche a la mañana. No obstante, la mayoría de su dinero acabó invertido muy lejos de los Estados Unidos y pocas veces en beneficio propio.
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La segunda parte de este artículo se publicará el miércoles 28 de diciembre.
(Fotografía de portada de Damian Strohmeyer/Allsport/Getty Images)