Harold Miner: cuando ser Michael Jordan se convirtió en una obligación

“Sale a la pista con el número 23. Lleva unos pantalones cortos holgados a la moda. Y, por supuesto, saca a pasear su característica lengua. No, no es Michael Jordan el que asistirá a Cole Field House esta noche. Es Harold Miner.”

La edición del 28 de noviembre de 1990 del Baltimore Sun anunciaba con tales honores al mejor jugador de los Trojans de cara al partido de aquella noche ante los Maryland Terrapins. Michael Jordan todavía no había conquistado el primero de sus seis anillos, pero los medios de comunicación habían comenzado ya su particular búsqueda de un digno sucesor para él, quizá previendo la retirada que protagonizaría apenas tres años más tarde.

Miner se había presentado en sociedad ante los ojos de la NCAA el anterior curso con 20,6 puntos por partido. Más allá de los números, eran otras cualidades y gestos los que invitaban al paralelismo: un atletismo increíble, un gran salto vertical para machacar el aro sin piedad y su cabeza perfectamente rapada. Así, el apodo que lo perseguiría a lo largo de su vida no tardaría en ser acuñado: Baby Jordan.

Miner creció viendo una y otra vez vídeos de Julius Erving y Michael Jordan, dos de los mejores dunkers del momento. Obviamente, sería el carisma y el magnetismo del segundo el que terminaría guiando sus pasos. Tras finalizar su etapa high school en Inglewood con 27,5 puntos, su nombre emergió como uno de los mejores talentos de futuro del país. Y no tardaría mucho en tener el primer encuentro con su ídolo.

En 1986, Air Jordan conoció a Baby Jordan en un campus de baloncesto celebrado aquel verano. El ‘23’ de los Bulls sacó al joven jugador a la pista para disputar un inofensivo uno contra uno al mejor de cinco canastas. El carácter amistoso del enfrentamiento se tornó hostil cuando Harold se atrevió a poner el 4 a 0 en el marcador. “Intenté un tiro en suspensión. Él atrapó el balón en el aire y me pasó por encima para hacer un mate. No volví a ver la pelota tras eso”, recordó Miner en la misma pieza del Baltimore Sun. 4-5 para Jordan y el primer aviso: Like Mike, sí, pero corona solo había una y esa recaía exclusivamente sobre la figura de Hir Airness.

Lo cierto es que el propio Miner nunca quiso alimentar dicha batalla. Las comparaciones con Jordan lo persiguieron durante toda su estancia en la universidad, mientras se convertía en el máximo anotador de todos los tiempos de Southern California. Intentó frenar la avalancha mediática pero fue imposible. Él quería ser Harold Miner y la prensa insistía en bautizarlo como el nuevo Michael Jordan. “Me estoy cansando”, reconocería aquel mismo año. “No puedo ser el próximo Michael Jordan. Solo hay un Michael Jordan. Solo quiero sacar lo mejor de mí mismo. Solo quiero ser el próximo Harold Miner.”

Hasta entonces, sus decisiones habían señalado a direcciones muy distintas. Quería destacar, ser reconocido. Una estrella, para qué mentir. Pero quería conseguirlo por sus propios méritos, sin ser la sombra o réplica de nadie. Incluso había descartado la oferta de la North Carolina de Jordan –además de otras procedentes de UCLA y Kansas– para enrolarse en las filas de un equipo que había recopilado un récord de 17-43 en las últimas dos campañas, ambas a las órdenes del coach George Ravelling. “Mucha gente se sorprendió de aquella decisión. Quería ir a algún lugar donde pudiera jugar de inmediato y marcar la diferencia.”

Sin embargo, su futuro ya había sido escrito y la concatenación de situaciones que tendrían lugar lo empujarían de manera irremediable a su triste desenlace. Tampoco iba a jugar mal solo para mitigar aquella oleada mediática. Así, Miner finalizaría su etapa universitaria con los premios al Jugador del Año de la Pac-10 y al del Jugador del Año para Sports Illustrated, imponiéndose a Shaquille O’Neal y Christian Laettner, la cara y la cruz de aquella edición del draft de 1992.

Quién sabe si por aquel legendario triple de James Forrest que los envió a casa en segunda ronda del March Madness o bien por la fiebre de los grandes hombres del momento –ocho jugadores interiores coparon los primeros once puestos–, pero lo cierto es que el nombre de Harold Miner no salió hasta la duodécima posición del draft de 1992, siendo elegido por los Miami Heat. Algunos medios catalogaron esta caída como “una sorpresa” mientras acuñaban, inmediatamente, la condición de “robo del draft”.

Por si fuera poco, su aterrizaje en South Beach no estuvo exento de cierta polémica y, por qué no decirlo, glamour. Las negociaciones se prolongaron más de lo esperado después de que su agente, el abogado Len Elmore, y el gerente, Lewis Schaffel, no lograran un acuerdo inicial. Tan larga fue la demora –el acuerdo se firmó a principios de octubre después de que las negociaciones empezaran en julio– que, según un artículo del Sun Sentinel de 1992, la franquicia se vio obligado a amenazar al jugador con un contrato por el mínimo salarial para novatos: 190.000 dólares y una única campaña.

Finalmente, firmaría por seis años –el último bajo una opción de equipo– y casi diez millones de dólares. “Con suerte estaré aquí el resto de mi carrera”, declararía el jugador en una conferencia de prensa celebrada en el Miami Arena. Paralelamente, Nike apostaba por él como su imagen de futuro con otros catorce millones más.

Aquella selección de los Heat resultó extraña ya que apenas un año antes habían reclutado al escolta Steve Smith, procedente de la Universidad de Michigan State. Así, el debut en la NBA de Miner se ciñó al papel de Sexto Hombre dentro de un equipo que buscaba su sitio en la liga tras apenas un lustro de vida.

La celebración del All-Star Weekend en el Delta Center, hogar de los Utah Jazz, le serviría como escaparate. En el Concurso de Mates coronó su condición de dunker barriendo a Clarence Weatherspoon y el campeón defensor, Cedric Ceballos, en la final, tras haberse impuesto también holgadamente en la ronda inicial.

Esta victoria impulsó su reputación en la liga. Pero también popularizó su apodo, Baby Jordan. Él lo interpretó de otra manera: quizá aquel éxito en Salt Lake City le permitiría disfrutar de más minutos. Y así fue, pero no por mucho tiempo.

La salida de Kevin Edwards rumbo a Nueva Jersey le abriría las puertas del quinteto inicial, donde compartiría back-court con Smith, aunque con la dura competencia de Bimbo Coles y Brian Shaw. Cuando parecía que podía despegar, los problemas de rodilla irrumpieron en su propósito.

Durante el curso 1993-94, disputó 63 partidos. Un año después, 45, con unos promedios de apenas 7,3 puntos. Los problemas de rodilla habían limitado su explosividad y, con ello, el principal combustible de su juego. Mientras, los Heat habían comenzado a crecer dentro de la Conferencia Este y no estaban dispuestos a esperar por él. En 1995 sería traspasado a los Cleveland Cavaliers a cambio de una segunda ronda del draft. En Ohio no le iría mejor: 3,2 puntos en apenas 7,2 minutos y 19 encuentros tras ser sometido a una nueva operación de rodilla. Repetir título en el Concurso de Mates de 1995 no aliviaría su situación.

“Mucha gente no entiende por qué dejé de jugar. Tuve dos cirugías de rodilla y tenía problemas degenerativos. Fue demasiado desgaste y terminé con muy poco cartílago”, afirmó Miner. El escolta recibiría una última oportunidad desde Toronto, pero se torcería gravemente la rodilla tras sufrir un inoportuno resbalón y sería cortado antes de arrancar el curso. Y así, la carrera de Harold Miner terminó con apenas 25 años. Ironías del destino, su último partido en la NBA tendría lugar el 20 de febrero de 1996. ¿Su rival? Sí, los Chicago Bulls de Michael Jordan.  

Después de anunciar su retirada, desaparecería por completo del mapa. “Era un tipo tranquilo que usaba el baloncesto como forma de expresión. Así que cuando perdí mi capacidad atlética y no podía hacer las cosas que sí podía hacer antes, perdí también el entusiasmo por el juego.”

Emocionalmente roto, Miner optó por una especie de retiro espiritual. Se instaló en Las Vegas con su esposa, Pamela, y utilizaria los veinte millones de dólares de sus acuerdos con Miami y Nike para vivir cómodamente, iniciando diversas inversiones en bienes raíces. “Necesitaba purgarme y mantener una distancia segura con el baloncesto. Porque realmente me dolió mucho no poder jugar más. El baloncesto era mi vida y me lo arrebataron tan abruptamente que fue difícil. Cada vez que llegaba el March Madness, los playoffs de la NBA o el All-Star Weekend, eran momentos muy difíciles para mí.”

Tal fue el ostracismo que se impuso a sí mismo que, durante quince años, nadie supo nada de él. Desde aquel momento negó entrevistas a todo aquel medio que intentara contactar con él. Este hermetismo dio pie a decenas de teorías, a cada cual más absurda y humorística. Como aquellas que afirmaron que Miner se hallaba en el programa de protección de testigos. O que era miembro de la policía de Los Angeles. O peor aún, que se encontraba en la cárcel.

“Estaba un poco estupefacto. No sabía por qué la gente estaría interesada en leer una historia sobre mí. No he jugado en casi quince años y no he hecho nada significativo a escala nacional desde mi tercer año en USC”, relataría en 2011, cuando, por fin, se atrevió a regresar a la escena pública mediante una entrevista para LostLettermen.

Miner sería homenajeado en dos ocasiones, una especie de gratitud deportiva que le fue negada durante su etapa como profesional. En 2011 fue incluido en el Hall of Fame de la Pac-10. Un año después, la USC le retiraría el dorsal 23.

Para él, no obstante, no ha habido mayor revelación, desde la perspectiva del paso del tiempo, que la de haber encontrado la calma y la paz que no tuvo entonces. “Soy más feliz que nunca. Y, por supuesto, más que cuando jugaba.”

(Fotografía de portada de Neon Tommy / Creative Commons BY-SA 2.0)


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