Los últimos años de la carrera de James Jones como jugador sucedieron más entre las paredes del vestuario que sobre el parqué. Se desconoce si fue antes o después de su etapa crepuscular cuando decidió dedicarse a la gestión de grupos humanos en el futuro. Lo que es seguro es que fue allí, siendo a la vez partícipe y observador de las dinámicas que surgen dentro de equipos llamados a ser campeones —llegó a las Finales siete veces consecutivas de la mano de LeBron—, donde comenzó su andadura como general manager. Cuatro años después de colgar unas botas que hacía tiempo que no desgastaba demasiado y menos de tres luego de coger el timón de la gerencia de los Phoenix Suns, James Jones es el Mejor Ejecutivo del Año en la NBA.
Ponderar merecimientos aquí sería un ejercicio vacío. Pero la realidad es que antes de comenzar la temporada, nadie colocaba a los de Arizona como el segundo mejor equipo de la liga regular. Y lo que es más relevante, quizás el conjunto que mejor y más prolongado rendimiento ha demostrado sobre una cancha de baloncesto este curso. Sin embargo, a pesar de que el salto cualitativo exceda cualquier previsión, la trampa es Chris Paul. Se pueden esgrimir cientos de argumentos para explicar el por qué de la fulgurante mejora que le ha valido a Jones su galardón. Y todas palidecerán ante el logro de la llegada de CP3.
Conseguir a uno de los indiscutibles mejores bases de la historia —espero que no se me tilde de ventajista— vía traspaso da sentido a cualquier pretemporada. Tomar la decisión de hacerse con sus servicios es sencilla, Paul ya había demostrado que el riesgo detrás de apretar el botón era irrisorio. Su contrato nunca más sería tóxico. Lo complicado, supongo, sería convencerle. Aunque cuesta decirlo si se presta atención a cómo han fluido las cosas desde que Oklahoma lo puso en venta.