Los cuatro años que LeBron James defendió la camiseta de los Heat equivalen a un ciclo universitario completo. Previamente, había concluido una estancia de seis años Cleveland. Durante dicho periodo de tiempo conquistó la NBA de todas las formas posibles. Menos de una. La máxima: el título de campeón. Así, su traslado a la cálida ciudad de Florida le situó en un proyecto verdaderamente aspirante, dando comienzo al proceso de transformar su nombre en el de un ganador de hoja perenne.
Pat Riley sedujo a LeBron colocando los siete anillos que había conquistado hasta entonces –uno como jugador, otro como asistente y cinco más como entrenador jefe– sobre la mesa. Un mensaje cargado de significado y carente de un tono sutil. El gestor había prolongado su periplo en la liga a lo largo de cuatro prolíficas décadas en las que había recopilado numerosos éxitos como jugador, asistente, head coach y directivo. Conocía la competición a todos los niveles y sabía perfectamente qué hacer para triunfar en cada uno de ellos. Su experiencia podía ayudar a LeBron a alcanzar la Tierra Prometida. Este, a su vez, quería escribir su propio legado.
Tenía razón. LeBron alcanzó cuatro finales de la NBA consecutivas después de saborear la experiencia en solo una ocasión durante su estancia en Cleveland. Aquellos Heat fueron mucho más que un equipo que jugó perfectamente con su espacio salarial para reunir a LeBron James, Dwyane Wade y Chris Bosh, sobre quienes se cimentó el éxito. Riley había transformado la franquicia desde sus cimientos y en los 15 años previos a la convergencia de aquel ‘Big Three’ había asentado las bases de lo que todos conocemos actualmente como Cultura Heat. Anteriormente, otros dos proyectos habían sido erigidos para alcanzar la cima. A finales de la década de 1990, Alonzo Mourning y Tim Hardaway habían fracasado. Unos años después, el propio Wade y Shaquille O’Neal culminaron la gesta con el primer campeonato en la historia de la franquicia.