Artículo publicado inicialmente en mi newsletter Ensayos de Básquet
«No puedo describirte la sensación. No puedo replicarla. Viví el momento. Solo sé que se cayó delante de mí. No sé cómo se me ocurrió pasarle después por encima de esa manera. Yo solo estaba jugando al baloncesto. Solo estaba viviendo el momento».
6 de junio de 2001. Restan 55 segundos para el final de la prórroga. No es un encuentro cualquiera. Es el primer partido de las Finales. Las primeras para los Philadelphia 76ers desde aquellas en 1983 en las que se proclamaron campeones de la NBA ante, precisamente, Los Angeles Lakers. Entonces Moses Malone sentenció los playoffs con antelación tras compartir aquellas míticas y —casi— proféticas palabras que avisaron de la apacible travesía que le esperaba a su equipo. Solo una derrota ante los Bucks privó a los 76ers de su ‘Fo-Fo-Fo’, quienes, eso sí, culminaron el anillo barriendo a los de Pat Riley.
Casi veinte años después eran ahora los Lakers los que venían como una moto tras arrollar a Portland, Sacramento y San Antonio sin perder ni un solo partido. Y no habían olvidado, ni mucho menos, el sweep sufrido a principios de la década de los 80. Habían olido sangre y esperaban rematar la faena con cuatro victorias en cuatro partidos. Tal era el grado de confianza en el equipo que algunos aficionados de los Lakers acudieron al Staples Center con escobas, muy seguros de la barrida que se avecinaba.
Sin embargo, alguien aquella noche había decidido —por él, por su orgullo, por los 76ers y por toda la ciudad de Philadelphia— que los Lakers no se iban a salir con la suya. Al menos no en aquel Game 1. No mientras el balón estuviera en sus manos.
Allen Iverson recibe el pase picado de Raja Bell en un lateral de la cancha. De forma instantánea, Tyronn Lue se echa encima suya, mientras el banquillo angelino presencia la jugada a menos de un metro de la pareja de baile. Siente el aliento —y los cánticos de las gradas estimulando la defensa de Lue— de todos ellos en su nuca.
Sabe que es su momento. Sabe que los silenciará a todos.
Pivota sobre su pie izquierda y dibuja varios círculos con el balón —como un mago mostrando la bolita antes del truco— hasta que lanza un aviso con una primera finta de salida. La segunda ya no es un farol y obliga a Lue a emplearse a fondo. Logra meter su cuerpo entre el aro y su emparejamiento, pero Iverson le devuelve la jugada con un jab que lo deja sin respuesta: al guard de los Lakers solo le queda tiempo para ver cómo la pelota entra totalmente limpia.
Y cae el suelo.
Mira a Iverson. Él le devuelve la mirada e, inmediatamente después, le pasa por encima, marcando con mucha fuerza los dos primeros pasos. Como si Lue solo fuera una línea pintada en el asfalto del playground. Como si estuviera marcando territorio en una de las grandes mecas del baloncesto.
49 segundos después, los 76ers culminan la gesta por un resultado de 107-101. Iverson se despacharía a gusto con 48 puntos, cinco rebotes, seis asistencias y cinco robos.
No habría barrida. Tampoco anillo para los 76ers. A cambio, nos regaló a todos uno de los momentos más icónicos de la historia de las Finales.
Aquel fade away coronado con su irrespetuosa —ya veremos más adelante que no fue tan así— reacción sobre Lue no solo hizo soñar a los 76ers con el anillo, sino que sirvió también como una especie de redención personal para Iverson. Un desahogo. Un ejercicio de orgullo.
El camino no había sido sencillo. Iverson aterrizó en Philly en el draft de 1996 y lo hizo por todo lo alto: recibiendo el premio al Novato del Año tras promediar 23,5 puntos y 7,5 asistencias por velada. La cuestión es que apenas cuatro días después de que recibiera el galardón, los 76ers anunciaron a Larry Brown como entrenador para los siguientes cinco años.
Ya todos conocemos lo bien que se llevaban. El técnico, de la vieja escuela y férrea disciplina, estaba hasta los mismísimos del carácter de Iverson, su selección de tiros, su conflictiva relación con pasar el balón, su poco compromiso con los entrenamientos y su código de vestimenta. Por su parte, Iverson hacía lo que le daba la gana. No hizo caso a David Stern y tampoco estaba demasiado entusiasmado con los métodos de Brown.
El caso es que los 76ers no eran capaces de superar la barrera de las Semifinales de Conferencia, sumando dos eliminaciones consecutivas en 1999 y 2000 a manos de los Indiana Pacers. Y Brown estalló: solicitó a la gerencia el traspaso de Iverson. La tensión entre ambos había alcanzado un punto crítico y la atmósfera era irrespirable. Y el entrenador se salió con la suya: su salida rumbo a Detroit Pistons estuvo hecha y solo una cláusula en el contrato de Matt Greiger echó todo por tierra.
Iverson y Brown tendrían que soportarse. Al menos un año más. Sin embargo, lo que anunciaba ser un infierno terminó por transformarse en un milagro.
Por suerte, entrenador, jugador y cúpula propietaria aceptaron a regañadientes izar temporalmente la bandera blanca. Iverson se comprometió a tomarse en serio los entrenamientos, aceptar los designios de Brown y abrazar su papel de líder del equipo. Aunque su cabeza nunca acompañó a su talento, al menos hizo clic ese curso. «Cambié aquel año 2000. Entonces no aceptaba críticas, ni siquiera constructivas. Cuando empecé a darme cuenta de que me apreciaba y que quería lo mejor para el equipo y para mí, fue cuando pasé de ser un buen jugador de baloncesto a um miembro del Hall of Fame«, relató años después en el documental Everything But The Chip: The 2001 76ers.
Y los resultados no se hicieron esperar. Los 76ers lideraron la Conferencia Este en temporada regular con 56 victorias. Allen Iverson recibió el premio al MVP de la temporada tras recibir 93 de los 100 votos de primera posición posibles y encabezar la liga en anotación (31,1 puntos) y robos (2,5). Del mismo modo, Dikembe Mutombo —quien llegó al equipo a mitad de campaña para reemplazar al lesionado Theo Ratliff— sumó su cuarto premio al Defensor del Año y el incomprendido Aaron McKie añadió otro trofeo individual como Sexto Hombre del Año.
Eso sí, los playoffs iban a ser un campo de minas.
Primero, los Indiana Pacers de Reggie Miller les robaron el factor cancha y les empujaron a una batalla sin cuartel en los partidos tres y cuatro, celebrados en el Conseco Fieldhouse de Indianapolis. Posteriormente, Allen Iverson y Vince Carter protagonizaron un espectacular duelo en el que intercambiaron actuaciones de 40 puntos como si fueran cromos. La serie se decidió en el Game 7 con un tiro de Carter que, de haber entrado, hubiera dado el pase a los Toronto Raptors. En Finales de Conferencia tuvieron que remontar una vez más tras perder el segundo duelo en casa. Iverson se perdió el tercer partido por lesión, pero se sazonó a los ciervos con 46 y 44 puntos, respectivamente, en los últimos dos encuentros.
En las Finales de la NBA los esperaban unos Lakers con una trayectoria mucho más tranquila: once victorias en once partidos, un Shaquille O’Neal en su cénit y un Kobe Bryant estelar que aun no había alcanzado todo su potencial.
Así, parecían destinados a completar su perfecta postemporada, pero Iverson y su rupturismo innato no creían en narrativas impuestas.
Aquella noche en Los Angeles, Allen Iverson hizo mucho más que anotar 48 puntos y asegurar el triunfo que evitaba el 4 a 0 de los Lakers. Pasar por encima de Tyronn Lue no pretendió ser una ofensa ni una humillación, sino una expresión simbólica y una muestra más del pedigrí reaccionario del escolta.
Interrumpió en mitad de una dinastía y recordó a todos que el baloncesto no es una ciencia exacta y que elementos disruptivos de apenas 1,83 metros también alimentan el rico ecosistema de una NBA que, por supuesto, también agradece el verso libre. Así, no se trató de denigrar a otros sino de exigir un respeto y la dignidad que, paradójicamente, se había perdido en La Ciudad del Amor Fraternal.
«Sentías que no se le tenía respeto a esos tipos que eran jugadores de Philadelphia de los pies a la cabeza», contaría años después DJ Jazzy Jeff, quien estuvo en aquel Game 1 junto a su inseparable amigo Will Smith. «La gente trajo escobas al pabellón, como si nos fueran a barrera. Pero teníamos a Allen Iverson. Muestra un poco de respeto».
Hay que ser justos y reconocer que sí existía dicho respeto por Iverson en el vestuario de los Lakers. Tanto que Phil Jackson le encomendó a Tyronn Lue una tarea doble. Durante toda la semana, el menudo y secundario guard hizo de Iverson —al ser el jugador más veloz y físicamente replicable de la plantilla— durante los entrenamientos con el objetivo de emular situaciones reales en la cancha. Ya en el partido, le imploró que tratara de minimizar a Iverson, quien había sobrepasado la barrera de los 30 puntos al descanso tras volver locos a Kobe Bryant y Derek Fisher, sus principales defensores.
Y no le salió mal la jugada: bajo la defensa de Lue, Iverson solo pudo anotar tres puntos durante la segunda mitad. Ya en la prórroga se destapó con siete tantos y esa canasta final, pero lo cierto es que el actual técnico de Los Angeles Clippers cumplió con nota la exigente tarea que le había solicitado Phil Jackson.
«Si ves las imágenes, le defendí bien» se justificó Lue años después. «Me hizo la finta, yo le punteé el tiro, me quede mirando la trayectoria del balón, me caí y él me pasó por encima. La gente actúa como si me hubiera roto y me hubiera pasado por encima, así que no me molesta. Ganamos el campeonato y eso es todo lo que importa».
Ambos se vieron nuevamente las caras la siguiente temporada y el jugador de los 76ers volvió a la carga. «Tuvimos un nuevo un encontronazo. Me acerqué a él y le dije: ‘Sigues diciendo esas tonterías de que me vas a anotar 50 puntos. Pues aquí estoy, cabrón'», declaró Lue a GQ en 2007. «Y me dijo: ‘Ni siquiera sé quién eres. ¿Quién eres?’. Le respondí: ‘Soy el mismo que ganó el anillo de campeón el año pasado'». En la primera jugada de ese nuevo encuentro, Iverson anotó una canasta sencilla tras una puerta atrás y lo intentó de nuevo: «¡Dame la pelota, podemos aguantar toda la noche!». Y Lue le espetó, con una sonrisa en los labios: «Es demasiado tarde. Debiste haberlo hecho en las Finales».
Lue explicó que aquella respuesta en ese nuevo rifirrafe le hizo ganarse el respeto de Iverson y ambos se hicieron amigos. De hecho, Iverson fue de los primeros en felicitar a Lue cuando este fue ascendido a entrenador jefe de los Cleveland Cavaliers en 2016. Ya había indicios previos de un potencial acercamiento: Lue reconoció que Iverson fue —tras Michael Jordan— su ídolo pese a solo llevarse dos años de diferencia. A su vez, Iverson admitió que no le gustó nada aquella jugada por haber sido Lue la víctima, ya que respetaba su carácter y su disciplina defensiva. «Adoraba a Lue. No sé cómo se me ocurrió hacer aquello. Fue el momento».
Y quizá por eso funcionó: no fue una provocación planificada, sino una respuesta instintiva.
Un instante en el que se alinearon la tensión del momento, la historia, la competitividad y el alma de un jugador que representó un nuevo rincón en el mundo: al baloncesto callejero, a los tipos que no encajan, a aquellos nacidos para cuestionar las normas.
En su momento cumbre, Iverson no fue solo el MVP de la temporada o un anotador explosivo. Fue un símbolo cultural. Obligó a la NBA a reconsiderar su imagen y modificar el código de vestimento. No solo de la liga, sino de toda la ciudad: los clubes de Philadelphia también tenían estrictas normas de vestimenta que modificaron tras la irrupción de Iverson, con el objetivo de reclamar su asistencia, la de su entorno y la de centenares de personas que empezaron a verse reflejadas en él.
24 años más tarde, aquella jugada vive congelada en el tiempo. Es una postal, una declaración de intención, una herejía.
Aquel tiro y aquella reacción sobre Lue no selló un anillo. No cambió el rumbo de la serie. Pero convirtió aquel Game 1 en memoria de la NBA, y a un jugador, en un mito. Porque, en ocasiones, solo un paso es suficiente para escribir la historia.
Artículo publicado inicialmente en mi newsletter Ensayos de Básquet
(Fotografía de portada de Eric Hartline-Imagn Images)