Dentro de las Finales: «El Cartero no reparte los domingos»

Las Finales de 1997 son famosas por el Game 5, pero no conviene olvidar su Game 1. Un trash-talk histórico y dos tiros libres que pudieron cambiarlo todo.

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Por Enrique Bajo

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«Un punto. Un punto decisivo que es capaz de afianzar o quebrar tu confianza, y marcar por completo el rumbo del partido».

Tal vez la cosa más espléndida y abismal del tenis es que, una vez en la pista, todo depende de ti. No hay deporte individual más exigente a escala físico-técnica y, no obstante, «sentir la bola» lo describen quienes lo practican como algo absolutamente crucial.

Planificar tus entrenamientos al milímetro para llegar óptimo a la cita, estudiar meticulosamente al rival hasta anticipar el ángulo al que recurre en su saque de seguridad… todo cae en saco roto si no eres capaz de manejar exitosamente ciertos imponderables en las entrañas del carpe diem.

Para dar tu mejor tenis, para que el trabajo previo se plasme, debes abstraerte de todo, incluso de tí mismo. De la cena indigesta de anoche, del sueño nervioso e intranquilo, de esa molestia en el hombro que lleva días advirtiéndote y que tratas de acallar acompasando en el golpeo todo el cuerpo para evitar latigazos extremos al soltar la derecha.

Todo, hasta el pensamiento intrusivo más absurdo, puede echar al traste una planificación perfecta. No sólo antes. Especialmente, durante.

El feeling que jugador y bola desarrollan durante el partido crece en un diálogo constante; un tira y afloja emocional tan susceptible a cambios que, dentro de un mismo duelo, podemos asistir a varias versiones de un mismo jugador. Versiones capaces de ignorar su nivel ATP tanto por debajo como muy por encima. Así de volátil es.


De la mediocre Wimbledon de 2004 (de Kirsten Dunst y Paul Bettany), la frase del principio es uno de sus escasos aciertos, por ser una de esas pocas realidades que todavía nos permite romantizar el deporte profesional hasta cierto punto.

La comunión con la bola, tan sensiblemente caprichosa, es lo que permite maravillas a cuentagotas como la de Loïs Boisson en este último Roland Garros, creando una complicidad en cada impacto que multiplica sus opciones gracias a esa inexplicable sensación de certeza que antecede a cada golpeo.

Vuelta al básquet

En el baloncesto, esta sensación tiene sus propios pesos y contrapesos. Ser cinco y no uno aligera enormemente la carga y a su vez la castiga cuando se le da el balón al jugador inadecuado y/o los momentos inadecuados (el peligro de las jerarquías).

Por otro lado, no existe intermediario entre deportista y balón. Ni palas ni raquetas. Ni guantes ni volantes. Huella a huella. Piel con piel. El control es pleno. Lo vulnerable de su desnudez, también.

1997: final del Game 1

Y en esas, viajamos por segunda vez en esta serie de artículos a las Finales de 1997. Pero hoy retrocedemos un poco más. El Game 5 quedaba lejos aún. Nos desplazamos a la noche de apertura.

Segundas Finales consecutivas de los Bulls de Pippen y Jordan. Primeras de los Jazz de Stockton y Malone de una secuencia de dos.

El ala-pívot de los Utah Jazz afrontaba el escenario borracho de confianza por partida doble. En lo colectivo, a Malone no le había bastado con tener ticket vitalicio en playoffs; nunca había sido capaz de conducir a su equipo a unas Finales. En lo individual, y pesar de ser, para muchos, el mejor ‘4’ de la Liga, nunca había ganado el MVP (siempre tras Jordan).

Aquel año –fatiga del votante mediante–, sucedían las dos.

Afianzado el antes, quedaba el durante.

No todos son Robert Horry

De un propicio (aunque estrecho) análisis realizado para las temporadas 2003 a 2005, se obtuvo que en situaciones específicas de clutch (menos de dos minutos restantes de partido, con una diferencia de tres puntos o menos) y durante los playoffs, los jugadores sufrían una importante caída en su acierto desde la línea de tiros libres: del 77,6% al 64,2%. Un desplome del 13,6%.

Karl Malone fue, a lo largo de su dilatada carrera, un jugador de un 74,2% desde la personal en temporada regular y un 73,6% en 193 duelos de playoffs. En las eliminatorias de aquel año de 1997, acudió una media de diez veces a la línea por partido, encestando un promedio de 7,2; es decir, un 72% de tino.

Malone fue un nombre de un único apodo, tanto que ni Andrés Montes se atrevió a cambiárselo. Desde sus tiempos en la Universidad Tecnológica de Louisiana, le bautizaron como The Mailman (El Cartero) por su capacidad y regularidad al anotar y capturar rebotes, digna de todo cartero de código intachable a la hora de entregar a tiempo la correspondencia.

El peso de un instante

Y en aquellas Finales que –a pesar de no tener Game 7– son recordadas entre las más disputadas y ajustadas de la historia (cuatro de los seis partidos se dirimieron por menos de cinco puntos), cada tiro en el clutch rezumaba aroma a gol de plata.

Los Bulls ganaron los dos primeros envites, aunque luego los Jazz colocarían el 2-2 como antesala del archiconocido Game 5. Malone tuvo el poder evitarlo, literalmente en sus manos.

Empate a 82 y menos de diez segundos en el reloj. Empacho de clutch y dos tiros libres para el ’32’.

Pippen: colocando la semilla en su mente

Entonces, en uno de los más memorables (y no sabemos si influyentes) trash-talks que se recuerdan, Scottie Pippen se acercó a Karl y le susurró: «The Mailman doesn’t deliver on sundays» (El cartero no reparte los domingos).

Y sí, el 1 de junio de 1997, caía en domingo en EE.UU.

Malone falló los dos tiros. ¿Prórroga? No.

Al otro lado, oliendo a sangre, aguardaba Michael … y marcándole, quién sino… Byron Russell.

(Fotografía de portada de  Dennis Wierzbicki-Imagn Images)

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