Qué caprichosa es la historia y cómo se reescribe a sí misma. El 21 de junio de 1988, Los Angeles Lakers se convertían en el primer equipo en repetir título en la NBA desde los Boston Celtics del 69. Un año atrás, en la celebración del cuarto título de la década, Pat Riley pronunciaba lo siguiente ante la marea oro y púrpura que celebraba bajo el sol californiano:
“Os garantizo a todos los aquí presentes que el año que viene lo volveremos a ganar”
De esa forma, Riles se apresuraba a meter presión a los suyos, que habiendo vencido a los Celtics para poner el 2-1 en las finales que disputaron durante la época, podían pecar de conformismo. Su pronóstico se acabaría cumpliendo para contar la epopeya de cómo Los Angeles Lakers se convirtieron en el equipo que cambió la historia de la NBA en los 80. Pero los Detroit Pistons, a punto estuvieron de colarse en una fiesta que no parecía pertenecerles.
Cultivando a los Bad Boys
El equipo de Michigan había ido rompiendo su techo año tras año desde que Chuck Daly se sentó en su banquillo. Primera ronda en el 84, semis del Este en el 85, primera ronda en el 86, finales de conferencia en el 87 y, como colofón, la gran final ante LA en 1988. Todo ello a lomos de un menudo pero genial base al que Daly había dado las llaves de su ataque desde que puso un pie en la franquicia.
En 1988, Isiah Thomas ya no era ese simpático chico de sonrisa indeleble y juego alegre. Su mochila comenzaba a llenarse de episodios que dibujaban una personalidad pérfida. Le pesaban sobre todo las declaraciones realizadas sobre Larry Bird un año antes, alegando que “de ser negro, sería otro buen jugador más”. Todavía mantenía su estrecha amistad con Magic Johnson y quedaban por delante cursos de agriar su carácter por sentirse persona non grata en su Chicago natal, donde habían rebautizado a Michael Jordan como hijo pródigo. Pero Thomas cada vez se sentía más cómodo moviendo los hilos para que la situación siempre le sonriese.
La pulsión del poeta Isiah Thomas
A pesar de su visita a las finales, los Pistons estaban en plena guerra con su propio estilo de juego. “Me gusta la poesía porque es libre”, decía Thomas a Sports Illustrated en 1997. “No hay reglas. No estás restringido ni confinado de ninguna manera. Sin comas, sin puntos. Así es como me gusta jugar al baloncesto. Libre”. Liberado de la víscera que lo dominaba en los 70, el juego pasó a ser un poco más de los exteriores y se regaló al vértigo. Hoy, días de pace and space, la media de la liga es de 98 posesiones por partido. A inicios de los 80, se superaban con holgura las 100.
Thomas era de esos bases que encontraron en la cadencia de bote una forma de expresión. Y Daly había construido el equipo para que fuese él quien hiciese y deshiciese a gusto en la ofensiva. Mientras, iba sembrando la semilla de los ‘Bad Boys’, una época recordada mayormente por lo que sucedía en el lado de la cancha que Thomas no dominaba.
Ese ritmo vertiginoso en ataque funcionaba durante la liga regular. Mas los playoffs precisaban sumar más recursos que la muñeca de Bill Laimbeer en el midrange y la anotación en uno contra uno de Zeke. Los Pistons pusieron sus ojos en Adrian Dantley, que había sido uno de los mejores anotadores del mundo durante cerca de una década a pesar de convertirse desde bien temprano en un trotamundos. El estilo de Dantley era diametralmente opuesto al de Thomas. Si el base no quería parar de correr, el alero necesitaba pausar a media pista para fabricarse sus puntos al poste. De la poesía a la prosa. Lo que pronto crearía un conato de cisma en el equipo.
Desde su llegada en el verano de 1986, Dantley fue filtrando a la prensa cierta incomodidad por no gozar de la cuota de balón que estimaba necesaria (pasó de promediar 19 a 14 tiros por noche). Isiah eludía tratar el tema ante las grabadoras, pero seguramente lo abordaba off the record. Como a él le gustaba, entre bambalinas. El choque de identidad en la ofensiva de los Pistons no fue óbice para firmar la mejor temporada regular de la era Daly dos años seguidos y plantarse en las finales que hacen de escenario a nuestra historia.
A pesar del 3-2, no estaban siendo unas finales fáciles para Thomas. El base clavó sus estadísticas en 17 puntos y 38% de acierto en tiros de campo durante los 5 primeros encuentros. Maquillándolo con unas más que notables 9,6 asistencias por partido. Dantley rozaba los 24 tantos por encima del 60% de acierto. ¿Seguían siendo los Pistons ‘su equipo’? Thomas iba a resolver cualquier duda en el punto más crítico de la serie.
Dos mitades de un milagro a la pata coja
Corría ya el inicio de la segunda parte y los Pistons caían en Los Angeles por 56-48 cuando el pequeño Isiah entró en trance.
Pase al poste, corte a canasta engañando a la defensa y falta. Dos tiros libres a la cazuela. En carrera, bote hasta línea de fondo, bombita lateral, fallo, rebote y canasta. Siguiente ataque. Pick-and-roll central, Byron Scott lo pasa por detrás, suspensión desde el codo izquierdo. Dos más. Otra posesión rápida tras canasta de Worthy, esta vez sin bloqueo, caída en un tiempo en mitad de la pintura. Otro short jumper. Un par de posesiones sin tocarla después, agarró un rebote en su zona, serpenteó la floja oposición y paró a tres metros. Tabla y red. La siguiente, un nuevo tiro de media distancia, se la perdió incluso la realización. Los Lakers aprietan en defensa y Michael Cooper se empareja con él. Joe Dumars roba, conduce y habilita una bandeja a la contra.
Catorce puntos seguidos que no lograron reducir la ventaja angelina. Una canasta de Dantley tras bailar al poste volvía a dejar el marcador en 6 puntos. Y, en una transición en la que acabó en asistencia a Dumars, la catástrofe. Thomas había pisado el pie de Cooper y se retorcía del dolor en línea de fondo. Apoyar el pie derecho le hacía ver las estrellas. Le esperaba la cautividad del banquillo, donde su gesto viraba entre el dolor y la frustración. Bastaron 35 segundos de partido, tres minutos de tiempo real, para volver a pista aunque fuese a la pata coja. “Me dolía un 11 sobre 10”, admitiría en 2022.
En nombre de Mary y el resto
En aquellos momentos, Thomas no podía pensar en otra cosa que no fuese en madre. Mary, quien se había dejado el alma por apartarle de las calles que habían devorado al resto de hermanos. De los once, el pequeño Isiah era la última esperanza de sacarles de aquel tugurio de Menard Avenue, al noroeste de Chicago, del que partía todas las mañanas antes de ponerse el sol para pelear contra el característico viento de Illinois, de ese que hiela los huesos, y acudir a la escuela que su habilidad con el balón le había procurado.
“Sentía todo el dolor corriendo por mi tobillo. Pero, lo creas o no, empecé a pensar en mi madre. En la gente del barrio. Mis sobrinos… Todos esos pensamientos se agolpaban en mi mente. No me podía rendir”, reconocía años después. Ante aquella avalancha de recuerdos e imágenes, pisar de nuevo la cancha dejó su mente en blanco en una de esas ocasiones en las que psique y cuerpo alcanzan un punto de armonía perfecta. La ‘fase de flujo’ que refirió en su día Gonzalo Vázquez asentándose en cientos de estudios anteriores.
“No sé cómo jugué tan bien cuando regresé a la pista. Algo milagroso sucedió que todavía hoy no puedo explicar. No podía fallar y, cada vez que recibía sentía que iba a meter el tiro”.
Fueron 11 puntos más en menos de 4 minutos para completar 25 tantos en el cuarto y dejar a Detroit dos puntos arriba: 81-79 en Inglewood. Thomas siguió anotando a placer, aunque a cada apoyo, hasta los 43 puntos. No fue suficiente, y el destino quiso que fuese él quien fallase el tiro que hubiese sellado la victoria. Los Lakers remontaron en el último minuto para mandar la serie al séptimo, donde Thomas no pudo comparecer. “Los Angeles is a city of champions again”.
El siempre oportuno ‘y si…’
Reescribiendo la historia, el base ha dicho más de una vez que cree que, de no ser por su lesión, hubiesen logrado llevarse aquel primer anillo y encadenarlo con los dos que llegarían en el próximo bienio. Nadie sabe. Lo que sí es fácil deducir es que aquel día cambió la historia de la franquicia. Zeke despejó cualquier duda. Dantley salió con despecho a los pocos meses a cambio de Mark Aguirre, número uno en el Draft de 1981 en el que Thomas fue segundo elegido y amigo del base; y los Pistons tuvieron su revancha ante los Lakers, a quienes barrieron en 1989. En 1990 sellarían con su segundo anillo una pequeña dinastía que hizo de puente entre dos eras. Cuya etiqueta, Bad Boys, llega a nuestros días como parte indeleble de la historia de la liga.
Thomas era uno de esos chicos malos. Más desde su viperina lengua y mezquindad que desde la dureza física que imponían sus compañeros. Aunque todo ello era fácil de olvidar en noches de arrebatadora genialidad como aquella. “Es el partido más grande que le he visto jugar”. Palabra de Magic.
(Fotografía de portada de Richard Mackson-Imagn Images)