Prince y el baloncesto: un amor correspondido

El mundo de la música perdió el jueves a uno de los artistas más geniales, populares, excesivos y singulares de las últimas décadas. El fallecimiento de Prince Rogers Nelson o, simplemente, Prince ha sido tratado por los medios de comunicación como el adiós a todo un icono a escala mundial mucho más allá de sus éxitos musicales. Creador de un vasto universo sonoro, capaz de tocar 27 instrumentos diferentes en su álbum de debut y reverenciado por artistas de varias generaciones, está claro que la música era el arte más importante de la vida de Prince.

Y, muy posiblemente, el baloncesto fue el segundo.

El talento musical de Prince, quien aprendió a tocar el piano a los 7 años, no era un secreto para nadie en el Minneapolis Central High School. Pero en aquel entonces había otra pasión luchando por su atención.

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«Prince era un jugador escandalosamente bueno», recordaba Al Nuness, entrenador de baloncesto de la futura superestrella del pop en su segundo año de instituto, «el problema es que sencillamente no creció». Su 1’58 de altura no quedaba suficientemente disimulado por su rapidez y su capacidad para subir el balón, aunque «parecía medir 6 pies de altura (1’82) por su pelo», según el asistente principal de su instituto, Don McMoore.

El equipo de Prince era uno de los mejores del estado de Minnesota. Demasiado nivel para entrar en su rotación e imaginar una exitosa carrera en el baloncesto. Asumiendo que ningún jugador de su altura ha llegado nunca a la NBA (hasta Muggsy Bogues era más alto que Prince), la decisión de volcarse en su música fue completamente acertada.

En 1994, era ya más que un cantante de éxito. Era uno de los personajes más reconocidos en todo el mundo. Una mezcla de cantante, creador de tendencias y mito sexual que no dejaba a nadie indiferente. A la vez, la NBA se había encontrado con la superestrella del futuro, tanto por su dominio del juego en la cancha como por su carismática imagen fuera de ella. Si alguien nació con la habilidad de no pasar desapercibido en ninguna situación es Shaquille O’Neal. Su inmensa humanidad (2’16 de altura y 150 kilos en su época dorada), desde luego, también ayudaba.

Y quizás la primera persona que le hizo sentir insignificante fue precisamente Prince, el aspirante a jugador de baloncesto cuya escasa estatura le cerró las puertas al deporte que O’Neal dominaba a la perfección.

Como explica en su libro ‘Shaq Talks Back‘, publicado en 2002, O’Neal se encontraba en Minneapolis para el All-Star de 1994, el segundo de su carrera. Viviendo ese fin de semana como se merece, O’Neal hizo una visita a un club nocturno de la ciudad llamado Glam Slam. Y con ese nombre, en esa ciudad, el club solo podía tener un propietario. O’Neal, pese a sus 21 años, tenía ya la suficiente categoría para ser invitado por Prince a la parte noble del club. Y lo que vio no podía faltar en su libro.

«Prince estaba con las chicas más preciosas que he visto en mi vida, alimentándolas con uvas, peinándolas, acariciando los dedos de sus pies. Y sólo tenían ojos para Prince. Ni siquiera me miraban», escribió Shaquille O’Neal quien, eso sí, nunca explica cómo terminó esa fiesta.

Pero entre fiestas, giras mundiales y grabaciones, Prince aún tenía tiempo para su amor de adolescencia: el baloncesto.

Touré Neblett (o, sencillamente, Touré) es un escritor y presentador de TV natural de Boston y autor de una biografía de Prince, cuyo titulo evoca una de sus mejores canciones: ‘I Would Die 4 U‘. En ese libro, Touré recuerda la experiencia de ser invitado a un partido de baloncesto por Prince.

«Se hizo con mi balón y me puso una cara que, en el lenguaje internacional del ‘shit-talking’, se entiende como ‘te voy a patear el culo'», escribe Touré, «y empezó a dominar por toda la cancha, moviéndose rápido, driblando con velocidad, metiéndose por debajo de mi brazo para robarme rebotes que tenía ya claro que eran míos. Se estaba exhibiendo, siendo competitivo y, sí, atacándome de la misma forma que me había demostrado tante gente con la que he jugado antes a baloncesto». Touré describe a un Prince tan confiado en una cancha de baloncesto como en un escenario.

Pero Prince supo también reconocer la grandeza ajena, especialmente si viene de su tierra. Nacido en Minneapolis, siempre se sintió cómodo en el frío ambiente de la tierra de los 10.000 lagos. Pairsley Park, su cuartel general (y residencia, y estudio, y sala de conciertos y, en su ultima instancia el lugar donde falleció) tuvo su hogar en Chanhassen, un suburbio en las afueras de Minneapolis. La ciudad ha llorado la pérdida del que quizás haya sido su hijo más célebre. No necesiariamente por su fama o por su música, también por haber promocionado Minneapolis incluso en sus canciones.

Y el mejor equipo de la WNBA puede dar constancia de ello.

15 de octubre de 2015. Minnesota Lynx, lideradas por una descomunal Maya Moore, se alzaba con su tercer título en las últimas cinco temporadas en un partido a vida o muerte contra Indiana Fever. Como en sus equivalentes masculinos, la fiesta no era completa sin el champán brotando incesantemente en el vestuario de las campeonísimas Lynx.

Pero esa noche iba a ser aún más inolvidable. Prince, quien había asistido al Target Center para ver el quinto y definitivo partido de las Finales de la WNBA, tenía planes mejores. El equipo recibió la noticia de que el cantante les había invitado a un concierto privado en Pairsley Park. Como recuerda tras su fallecimiento Lindsey Whalen, la incombustible base titular del equipo, «nunca olvidaré la explosión en el vestuario cuando descubrimos que iba a tocar para nosotras tras el Game 5«.

La fiesta fue memorable. Prince interpretó virtualmente todos sus éxitos para las jugadoras de las Lynx, entrenadores y otros miembros de la franquicia. No faltaron ‘Purple Rain’, ‘When Doves Cry’, ‘Let’s Go Crazy’ o ‘Kiss’. Maya Moore, la heroina de las Lynx, calificaba de «increíble» la actuación de Prince.

Su relevancia en el siempre cambiante mundo de la música pop había disminuido. El mercado exige aparentemente enamorarse de nuevos nombres y sus discos recientes no habían gozado del éxito comercial que vivió en los 80 y 90. En directo, pero, Prince seguía siendo un intérprete único. El concierto se alargó hasta casi las cuatro de la mañana. Un colofón magnífico para un final de temporada de ensueño en Minneapolis.

El 21 de abril de 2016, pero, la ciudad estuvo de un humor diferente, incapaz de reír bajo la lluvia púrpura

El fallecimiento inesperado de Prince llenó de pesar a su Minneapolis natal, pero también al mundo del baloncesto, muy consciente de su especial conexión. Un jugador especialmente dolido fue Paul Pierce. Su devoción hacia el músico era tal que puso de nombre a su hijo Prince Paul Pierce en su honor. «Al hombre por el cual llamé a mi hijo, DEP al gran Prince», escribía ‘The Truth’ en Twitter.

Jugadores como Dwyane Wade, Pau Gasol, Draymond Green, Goran Dragic o J.R. Smith; leyendas como Magic Johnson o el propio Shaquille O’Neal y hasta propietarios como Micky Arison o Paul Allen también se sumaron a las condolencias desde Twitter. Incluso el comisionado Adam Silver recordaba que «tras el All-Star de Minneapolis (en 1994) fue el anfitrión en aquella madrugada de una legendaria fiesta de la cual aún habla la gente». Los equipos aún vivos en Playoffs amenizaron sus entrenamientos con los grandes éxitos de Prince. Los Warriors lo hicieron al ritmo de ‘Purple Rain’, ‘When Doves Cry’ y, a petición de Klay Thompson, la festiva ‘Raspberry Beret’.

Prince era demasiado bajito para cumplir su sueño de jugar a baloncesto, pero no le hizo falta para ganarse el respeto de su deporte favorito. Al final, Prince Rogers Nelson fue uno de los suyos. De los nuestros. Descanse en paz.


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