Después de haber reventado su cuerpo, de haberlo llevado a la frontera más lejana de sus fuerzas para que alguna franquicia le considerase en la primera ronda del Draft 2016, Fred VanVleet no había conseguido nada. Nada bueno, ni que pudiera convencerle. Estaba, literalmente, en la casilla de salida, la misma de antes de dejar la universidad.
De viaje en viaje durante más de un mes, en el que visitó a casi 20 equipos en 30 días; horas y horas en la carretera, de aquí para allá, pero ninguno de sus examinadores le consideró acreedor de un lugar entre los 30 mejores jóvenes que encaraban su investidura en la NBA. Volvía a toparse el menudo base, por enésima ocasión en su vida, con prejuicios por sus defectos de fábrica. Tenía que volver a chocar con que todo le saliera al revés y tuviera que hacer frente a una hambrienta jauría de problemas.
Simple y llanamente, a Fred le fueron negadas infinidad de cosas desde que fue pequeño solo por su escueta fisonomía y por sus raíces de ascendencia humilde. Esa fue la historia de su vida y, así, se llegó a dar la situación de que nadie le eligiera en el Draft del 2016.
Ni en la primera ronda ni en la segunda. Ninguna franquicia le nombró durante las 60 ocasiones de toda aquella edición. La ilusión de su vida (una bastante complicada, como vamos a seguir viendo), arrojada por el inodoro en unas horas. No tendría un hueco esperándole en la NBA pese a haber hecho un buen puente aéreo en la universidad. Sin embargo, lejos de amilanarse en la estrechez de sus formas y recursos vitales, Vanvleet sabía, de sobra, que todo el mundo se había equivocado. Lo tenía clarísimo. Y lo haría saber muy pronto.
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