Vuelven las competiciones de selecciones, esta vez en forma de Juegos Olímpicos, y con ellas una discusión o tópico que amenaza con ser eterno. Talento contra físico. O enfrentar el deporte en dos vertientes que son parte de una misma cosa. No solo ocurre en el baloncesto. A Rafael Nadal toda la vida se le ha desdeñado su talento para hablar de su estoica resistencia física y mental. En fútbol se habla de la evolución atlética del jugador como desafío a las esencias del mismo juego. Eso sí, no se nos ocurriría separar talento de físico en disciplinas como el rugby, el waterpolo, el volley playa o, qué sé yo, el bádminton.
Ocurre que el talento es común a varios planos y que lo que en realidad se quiere diferenciar es otra cosa. En el caso concreto del baloncesto, la riqueza del juego permite abordarlo desde infinitos prismas. Pero yendo al núcleo de este debate, que no es otro que el individuo o jugador, podemos simplificar su empeño en cuatro puntos de énfasis: técnico, táctico, físico y mental.
Estos no existen en paralelo, sino que lo normal es verlos relacionados entre sí. Un pase magistral de Nikola Jokic involucra al tiempo su capacidad gestual para colocar el balón en un lugar de forma precisa (técnica), la lectura de la situación del rival y el compañero en pista (táctica), la ventaja de dimensiones y peso que le facilitan gozar de mayor tiempo y espacio para dar ese pase (físico) y el engaño al que somete al contrincante (mental). Y así con cualquier secuencia que vemos a lo largo de un partido.
Sin embargo, para analizar torneos en los que se enfrentan jugadores NBA a jugadores pertenecientes al resto de ligas del mundo, la discusión parece querer siempre reducirse a la dichosa batallita entre atletismo y talento cuando, para empezar, utilizar la palabra ‘talento’ en este contexto la separa de su significado original. Que no es otro que el de ‘facultad elevada’. Estos días estaréis leyendo sentencias como “en Europa hay talento a raudales, pero no tienen el físico de la NBA”. Y, siendo la segunda parte de la frase realidad, la primera despoja al físico de considerarse un talento. Cosa que es al mismo grado que el resto.
Se le otorga al concepto de talento, por innato, una elevación que tiene que ver con salvaguardar la pureza del deporte. O más bien del juego. Como si lo lúdico, esa actividad que cura el alma, solo estuviese a salvo en poder de la excelencia técnica que no se enseña. Por contra, al físico se le relaciona poco con el talento y se le juzga como atajo. Se habla de él, además, como baúl que guarda todas las esencias relacionadas con el atletismo dentro de un deporte de equipo.
Se nombra al físico para tratar indiferentemente la condición (forma física), los atributos (centímetros y kilos) y la destreza (talento físico); siendo tres vertientes diferenciadas entre sí. Lógica economía del lenguaje que en este caso banaliza el objeto de estudio. Pues en el saco del físico cabe la superioridad que ejerce Rudy Gobert y la que representa Anthony Edwards desde el mero plano atlético. Esto cae en la trampa de reconocer aquello que hacen jugadores de exuberancia física como algo pueril, alcanzable a base de trabajo. Como si lo técnico no necesitase una cantidad ingente del mismo. Como si mover un cuerpo como el de Giannis Antetokounmpo, Shaquille O’Neal o LeBron James como ellos lo hacen no comportase un talento intrínseco.
Sucede también que, cuando a un jugador se le reconoce con el don de lo técnico y el dominio de los fundamentos del juego, se olvidan sus herramientas físicas. Y en esta circunstancia siempre acude el mismo episodio a la cabeza. Que cuando a LeBron le preguntan por lo especial de Luka Doncic, él contesta “su tamaño, es gigantesco”, para acabar enfatizando “su visión”.
Es decir, que de uno de los jugadores más dotados del mundo en aquello que la masa refiere como ‘talento puro’, uno de los jugadores más avezados de la historia en el estudio del juego recalca sus atributos físicos por encima de todo lo demás. Sin siquiera entrar a mencionar su devastadora capacidad para entrar en múltiples fases de aceleración y deceleración en un tramo cortísimo de tiempo. Y es que jugadores como Facundo Campazzo o Shane Larkin tampoco habrían dominado en Europa sin su cadencia e intensidad física.
En todo este caldo semántico adquiere su propio altar lo defensivo. Hasta tal punto que no existe análisis de dicha fase del juego que no apele al físico cuando una mirada a lo ofensivo puede ignorarlo por completo. Obviamente, atributos, condición y destreza atlética son indispensables en la concepción de un gran defensor (como lo son en un gran atacante), pero se incide más aquí en ellos porque no supone un sacrilegio hacerlo en la faceta ‘destructiva’ del juego.
No obstante, basta apreciar el timming en el salto a un tapón, el posicionamiento del cuerpo ante una situación de bloqueo directo u oír hablar a Jrue Holiday sobre los desafíos de defender a algunas de las mayores superestrellas del mundo para caer en la cuenta de que la defensa involucra los cuatro talentos mencionados. Aunque sea de forma notablemente distinta a lo ofensivo. Se enfatiza lo físico porque la defensa, entendida como destrucción de juego, sí puede ser propiedad de bárbaros, mientras la vertiente creativa del juego lo desdeña. Con todas las connotaciones de leso valor humano que ocurra intuir.
Tras tantas vueltas, toda esta palabrería está predestinada a caer en saco roto, pues el lenguaje que utilizamos para describir el juego es fruto de siglos de entender nuestra sociedad primero y el deporte después. Que en un primer mundo regalado a ideas y abstracciones, lo manual pierde vigencia y valor. Y mientras la genialidad técnica asemeja al deporte al arte, la física lo acerca a lo industrial. Es en esta tesitura que este texto solo tiene la ilusa esperanza de hacer que alguien remoto se pare a mirar la realidad que le circunda con mirada distinta al resto. Reconociendo en la expresión física del juego un talento libre de pecado.
(Fotografía de portada de Gregory Shamus/Getty Images)