Quizás por el hechizo que me causó el jugador cada vez que le vi en Oklahoma State o quizás por ser la primera temporada que seguía la NCAA más allá del March Madness, llegué a la elección de Cade Cunningham como número uno del pasado draft con la idea y las ganas de que se iba a convertir en uno de mis jugadores favoritos. Las cosas fueron como fueron y su dichosa lesión de tobillo le privó de comenzar la temporada en condiciones, provocando a la postre unos primeros partidos muy lejos de las expectativas.
Es raro decir esto en los tiempos en los que las redes sociales castigan cada zozobra sacando a relucir opiniones que envejecen mal, pero el primer impacto de Cunningham en la liga me hizo dudar. No de su talento o facilidad para el juego, pues eso se ve rápido. Pero sí de su proyección como jugador dominante y lo que ello implica. Tampoco me pilla de nuevas, pues llegué a dudar de la ascendencia que podría tener Luka Doncic en la NBA después de haberme quedado embobado cada una de las veces que le vi jugar en directo en el Palacio de los Deportes de Madrid.
Me sucede esto porque más de una vez he errado confundiendo talento con estética. Lo normal es que el jugador plástico, al que el juego parece correrle por las venas, sea un buen jugador de baloncesto. Sin embargo, ¿cuántas veces esta filia por el preciosismo nos ha llevado a ponderar belleza por encima de jugadores que simplemente son mejores porque acercan más a su equipo a la victoria? A mí unas cuantas, y por eso intento comedir mis expectativas.