El último lunes de mayo de cada año tiene lugar un importante evento conmemorativo en los Estados Unidos de América. Se celebra El Día de los Caídos en guerra; en su versión nativa, el Memorial Day.
En este día se recuerda a los soldados estadounidenses muertos en combate. Inicialmente fue instituido para honrar a los soldados de la ‘Unión americana’ que participaron y murieron en la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865), aunque tras la Primera Guerra Mundial, el homenaje se hizo extensivo a todo soldado norteamericano caído en un conflicto bélico.
Y así, de la mano de esta simbólica fecha, se entreteje la peculiar historia de las Finales de la NBA de 1975.
De Philadelphia a San Francisco
Los Golden State Warriors eran una franquicia relativamente joven en cuanto a su denominación. Su bautismo tuvo lugar en Pensilvania dándose a conocer como los Philadelphia Warriors, llevándose el primer trofeo de la efímera BAA (Basketball Association of America; 1946-49) en el año mismo de su fundación, tres años antes de que BAA y NBL se uniesen, dando a la luz a una NBA que cabría en un disquete en comparación con la de hoy.
En 1962, el productor de radio y televisión Franklin Mieuli, compró la mayor parte de la franquicia y la trasladó al Área de la Bahía de San Francisco, renombrándola como San Francisco Warriors y jugando la mayor parte de sus partidos en casa en el pabellón conocido como Cow Palace.
Erigido en 1941, el Cow Palace cubrió eventos históricos no sólo nivel deportivo sino también musical, siendo los 70 su década dorada albergando desde los mayores hitos del rock –Los Beatles (1965), Rolling Stones (1975)– a la fase embrionaria del rey del pop –Jackson 5 (1970)–.
Y en paralelo, iba a convertirse en la sala común de una banda de baloncesto a la postre inolvidable.
Con la apertura del Oakland Coliseum Arena (actual Oracle Arena) en 1966, los Warriors comenzaron a incrementar su número de partidos en casa jugados allí, convirtiéndolo finalmente en su pabellón local habitual.
Y en la temporada 1971-72 –y con la intención de que no sólo los sanfraciscanos, sino todo habitante del Area de la Bahía se sintiese interpelado, acogido y representado– cambiarían su nombre por el que hoy resuena en cada vértice y ángulo muerto del planeta básquet. Nacían los Golden State Warriors.
Un elenco del montón
Es por ello, tras tanta mudanza y paseo por el registro, que a los Warriors se les podía considerar una franquicia rejuvenecida, casi renacida, y en fase de reinicio.
Los sesenta les concedieron un par de cosechas de trago agridulce. Dos Finales (1964 y 1967), ambas de final infeliz (la gloria fue para Boston Celtics y Philadelphia 76ers).
En el curso 1974-75, tras casi una década sin pena ni gloria, los expertos los situaban cuartos en la División del Pacífico antes incluso de que el primer lanzamiento en suspensión de la temporada tuviera lugar. Los puestos de delante estaban preasignados a equipos mucho más poderosos, como los Portland Trail Blazers de Bill Walton o los Seattle Supersonics de Spencer Haywood.
En aquellos años los Warriors afrontaban cada verano como cualquier herbívoro una día en la sabana. Alerta permanente esperando el ataque. De pedigrí humilde (y entonces, los Warriors lo eran) sufrían constantes éxodos de talento, seña de equipos de segunda fila condenados a sobrevivir bajo perenne riesgo de reconstrucción.
Ese verano, que no sería la excepción, habían perdido a dos de sus mejores piezas. Primero se vieron obligados a traspasar a los Chicago Bulls a su pívot estrella y futuro Hall of Famer, Nate Thurmond; asimismo, tuvieron que afrontar la marcha de uno de sus jugadores de perímetro más distinguidos, Cazzie Russell, a unos Los Angeles Lakers donde ya aguardaban Gail Goodrich y Jim Price para conformar una terna exterior de élite.
Estrella díscola y solista
Eso sí, les quedaba en su plantel un jugador que no necesita presentación. Rick Barry, Rookie of the Year, arrogante por naturaleza, All-Star por castigo y mundialmente famoso hasta el día de hoy por internacionalizar (antes se lo habíamos visto a otro coloso como George Mikan) la heterodoxia desde los tiros libres: su famoso “swing de cuchara».
Barry se encontraba viviendo una segunda etapa en Golden State tras haber cosechado éxitos en otros equipos (y competiciones), pero a sus 31 años seguía manteniendo un gran nivel. No obstante, éste no parecía suficiente para compensar la falta de baloncesto existente en un roster plagado de nombres desconocidos y talento anónimo.
Por entonces, militaban nueve equipos en cada Conferencia, y los cinco primeros clasificados al término de la regular season accedían a los playoffs. Ese parecía el mejor de los techos para unos Warriors con escasos interrogantes.
Por eso, lo que consiguió el técnico afroamericano Alvin «Al» Attles, guiando un reparto de incógnito, no solo a la postemporada, sino a disputar las Finales de la NBA, fue (y es) considerado como una de las mayores proezas en la enciclopedia de los underdogs.
Equipo | Victorias | Derrotas |
---|---|---|
Golden State Warriors | 59 | 23 |
Seattle SuperSonics | 43 | 39 |
Phoenix Suns | 42 | 40 |
Los Angeles Lakers | 40 | 42 |
Portland Trail Blazers | 37 | 45 |
El coco, los Bullets y Hayes
El equipo revelación derrumbaba muro tras muro y se limpiaba el barro de las zapatillas con cada pronóstico vertido en su contra. Ante los Seattle SuperSonics les daban por muertos en seis partidos, luego frente a los Bulls de «su» Thurmond nadie apostillaba siquiera por forzar el séptimo partido. Uno a uno, fueron volando puente tras puente.
Pero por cada proscrito atraído a su bando, al otro lado nacían diez más, y ante los Washington Bullets de Elvin Hayes y Wes Unseld, dos miembros del Salón de la Fama en potencia, nadie, ni el más devoto, les daba una mísera oportunidad. La barrida y el fin del sueño eran inminentes.
Un balance de 60 victorias y 22 derrotas eran los sólidos cimientos de la temporada de los Bullets (por el ya notable 48-34 de GSW). En primera ronda superaron una serie extenuante contra los Buffalo Braves, y en Finales de Conferencia conseguían derrocar a los campeones, los geniales Boston Celtics de Don Nelson, Dave Cowens, John Havlicek y Jo Jo White.
Cada aficionado de la capital se frotaba las manos viendo que entre ellos y el anillo sólo se sostenía la frágil estampa de una franquicia que había llegado allí no se sabía bien ni cómo.
Boicoteados desde casa
No exageramos cuando decíamos que las esperanzas en que el primer equipo de baloncesto de Oakland llegara tan lejos como lo habían hecho, eran inexistentes meses atrás. Cerocidad absoluta.Incluso para sus conciudadanos… Y ahora entenderemos que no hay pizca de exageración.
Para las fechas en la que debían disputarse las Finales de la NBA, la ciudad ya había accedido a reservar su pabellón, el Oakland Arena, para otro evento distinto. Y no había voluntad de revertirlo.
Alcanzar unas Finales era toda una hazaña, pero no lo suficiente como para anular o encontrar un nuevo emplazamiento para el espectáculo de patinaje sobre hielo ‘Ice Follies’. Los Warriors estaban ante la oportunidad de culminar una sinfonía imposible y no tenían su teatro a disposición para albergarla.
Hubo que pensar, por lo tanto, en un ‘Plan B’, y el patio elegido fue un viejo conocido: el Cow Palace; hogar de la franquicia hasta cuatro años atrás. Pero aún les quedaba un socavón más: sí, el Memorial Day.
Un formato único para la ocasión
Para honrar este día, en la ciudad se habían acopiado del Cow Palace en unas jornadas que durarían todo un fin de semana (Memorial Day Weekend) y que recaían, cómo no, entre el 24 y el 26 de mayo… con la mala pata que en ese segmento debía tener lugar el Game 4… en Oakland.
Ante tanto bache en el camino, la Liga propuso una solución ideada ad-hoc. Un formato insólito hasta la fecha: se les concedió a los Washington Bullets, que partían con ventaja de campo, adherirse a un calendario especial en el que comenzaban la eliminatoria fuera de casa, pero tenían a continuación tres partidos seguidos en su localidad.
A esto, los Bullets –y concretamente su técnico, K. C. Jones– dijeron que no. Por una mezcla de superstición y estadística, preferían arrancar la serie en casa, aún teniendo que jugar los dos choques siguientes en territorio hostil. Por lo tanto, la progresión definitiva fue esta: 1-2-2-1-1.
“Tres partidos seguidos en casa sonaba bien, pero yo no quería que ellos pudieran ganar el primer partido», afirmaba Jones para Sports Illustrated un tiempo después.
Una paliza «esperada»
Efectivamente y tal y como predecían los analistas, paliza hubo y gorda; sólo que se equivocaron de lado. Poco importó que el Game 1 tuviera lugar en el Capital Centre de Washington. Nuevamente, estallaba la sorpresa.
Y eso que al descanso ninguno de los allí presentes atisbó que tal cosa podía ocurrir. Los Bullets ganaban de 14 y el partido parecía perfectamente encaminado. Entonces, Attles, el coach rival, realizó unos movimientos en su banquillo muy poco habituales, y la madera se llenó de figurantes en pantalón corto.
Junto a Rick Barry y el novato del año, Jamaal Wilkes, el técnico alineó tres jugadores que durante toda la temporada habían sido carne de banco y toalla: Phil Smith, Charles Dudley y Derrek Dickey.
“Tienen que estar bromeando”, comentaron desde el conglomerado bullet al ver el raro quinteto. Pero broma se puso seria y la sonrisa terminó torciendo el gesto: remontada y triunfo Warrior por 101-95.
Aquello muchos quisieron verlo, más que como un golpe de genio, como el arrebato de un desesperado. Tropiezo en el camino y una lección a tiempo aprendida. Después de todo, ¿quién era Clifford Ray, un center salido de la nada ante un portento de los tableros como Wes Unseld, o la defensa de un novato como Wilkes ante la superclase de Hayes y sus ocho centímetros de más? “Las cosas serán muy diferentes en al Game 2 ”, aseguraba un confiado Unseld.
Barry no respondió ante los micrófonos. Sí lo hizo en la cancha. Tras llevarse el MVP de la temporada no era momento de arrugarse. Tocaba devorar el postre. Gracias a sus 36 puntos volvieron a consolidar otra remontada espectacular llevándose el segundo envite, y el primero ante su público, por 92-91.
En el Game 3 el guión huyó de la originalidad y releyó las mismas páginas que unos días antes. A un Barry colosal se unió el descaro sin invitación desde el banquillo. Un circunstancial de la rotación como George Johnson (10 puntos) se unió a la fiesta aportando su vital grano de arena. Por entonces los Bullets eran ya un equipo desdibujado, desorganizado e impotente ante la avalancha local.
Perro viejo, pabellón ‘bueno‘
Como toda historia que vale la pena contar, ésta también tiene su anécdota entre camerinos, y es que aunque pocos lo supieron entonces, en los Games 2 y 3 los Warriors sí tuvieron a su disposición tanto su estadio de Oakland como el Cow Palace. Se decantaron por el segundo. Por el decrépito. ¿Pero por qué?
“El lugar era horrible, los vestuarios eran horribles, pero nosotros no jugábamos en los vestuarios, y los aros de allí eran muy agradecidos. Amo esas canastas”, decía Barry, y es que al parecer había un feeling especial con aquellos desgastados aros del viejo Palace, los cuales no repelían tanto el balón y a los que toda la plantilla les había cogido el tacto y el gusto. Se adaptaron al difícil calendario, doblegaron las reglas sin llegar a romperlas, y la jugada les salió bien.
Aquellos Warriors se encontraban desvergonzadamente cómodos remando a contracorriente. Tanto se habían aficionado a las remontadas que en el Game 4, ir perdiendo, esta vez de 14, presagiaba lo peor… para los Bullets.
A Attles le costaba mantener los nervios y fue expulsado en el primer cuarto cuando casi se vio envuelto en una pelea a pie de pista. Pero ni estar sin entrenador ni la amplia desventaja en el luminoso detuvo a Barry: 38 puntos del escolta y otro final ‘a lo Hali’ por 96-95.
Semillas de historia
El ejército de escobas del ‘Aprendiz de brujo’ convirtieron Finales su boda gitana y marcharon sin compasión. 40 años tuvieron que pasar para un sentir similar y un nuevo campeonato en la Bahía.
Nadie daba un penique por aquellos Warriors. Como nadie lo daba por que el 72-10 de los Bulls pasase a convertirse en la segunda mejor marca de siempre. 40 años necesitaron los Golden State Warriors para volver a paladear la espesa miel del triunfo. Su anterior Larry O’Brien se lo habían pasado de mano en mano jugadores capturados bajo filtros de color escasamente logrados.
Rick Barry, Stephen Curry. Jamaal Keith Wilkes, Klay Thompson. Y luego todos esos secundarios tan excepcionales e insoslayables para que la gesta se transforme en realidad histórica.
No sabemos qué habría ocurrido sin la incursión de aquel Memorial Day, si la serie hubiera seguido el orden de siempre o si las canastas desvencijadas del Cow Palace no hubieran estado a disposición de Rick Barry y su pandilla de randoms. Pero esos chicos retaron a su presente, tumbaron narrativas y escribieron su propia historia. En piedra.