Introducir cambios que alteren el juego de forma sustancial es un tema delicado. Es complicado normatizar al mismo ritmo que acontece una revolución orgánica en el juego, es decir, la que proviene de la transformación física, técnica y táctica de los jugadores. Y si es tan complicado es porque en materia deportiva no hay más democracia que la de las audiencias. Por mucho que exista una percepción de consenso respecto a reglamentos o aspectos del juego que deberían cambiar, si el riesgo es perder al espectador y el dinero que ello supone, lo más sensato siempre parece dejar las cosas en su sitio.
Sin embargo, a lo largo de la historia siempre han aparecido tendencias que cualquiera con dos ojos percibe como nocivas. Cuando a inicios de la década de los 50 los partidos se convirtieron en rondos de pase y bote en los que nadie quería tirar si no era desde el tiro libre, era evidente que convenía acabar con tal sopor. De ahí el reloj de posesión. Cuando la respuesta a Shaquille O’Neal fue llenar la zona de argamasa y convertir el juego en algo irrespirable, procedía abrir puertas para que corriese el aire. De ahí los tres segundos defensivos.
Y cuando la estadística de faltas recibidas durante lanzamientos de tres se dispara gracias al graduado en arte dramático de algunos de los jugadores más dominantes de la liga, no cuesta devenir que el baloncesto no debería ser eso. De ahí que dejar de pitar las faltas provocadas mediante movimientos ‘no-baloncestísticos’ dé en un inicio de temporada que registra el segundo dato más bajo de faltas señaladas por partido y el mínimo histórico de tiros libres intentados.