Las Finales de 1975, especiales por doble motivo

Hoy, con las Finales de la NBA al doblar la esquina, queremos entrelazar un poco de historia con un buen baño de baloncesto. El año pasado, conforme iban creciendo las expectativas de anillo en torno a los Golden State Warriors, los periodistas nos parapetamos tras esos anteojos de detective que tantos nos gusta ponernos, y empezamos a rastrear.

Concretamente, queríamos localizar de cuándo databa el último campeonato que reservó su espacio en las vitrinas de la franquicia de Oakland. El dato no se resistió demasiado. Mucho menos, desde luego, que los 40 años que necesitaron los Warriors para volver a paladear el sabor de la victoria absoluta. Su último Larry O’Brien se lo pasaron de mano en mano jugadores filmados bajo filtros de color escasamente logrados, en 1975.

Por otro lado, el último lunes de mayo de cada año tiene lugar un importante evento conmemorativo en los Estados Unidos de América. Se celebra El Día de los caídos en guerra o, en su versión nativa, el Memorial Day.  Ese día se recuerda a los soldados estadounidenses muertos en combate. Inicialmente fue instituido para honrar a los soldados de la ‘Unión americana’ que participaron y murieron en la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865), aunque tras la Primera Guerra Mundial se extendió para rendir homenaje a todos los soldados norteamericanos fallecidos en cualquier conflicto bélico en el que han participado sus tropas.

Y así se empieza a tejer la peculiar historia que engendró una Final de la NBA un tanto especial.

Denominación de origen

Los Golden State Warriors eran una franquicia relativamente joven en cuanto a su denominación. Su bautismo tuvo lugar en Pensilvania, en el año 1946, dándose a conocer como los Philadelphia Warriors, y llevándose el primer trofeo de la BAA en el año de su inauguración.

En 1962, Franklin Mieuli compró la mayor parte de la franquicia y la trasladó al Área de la Bahía de San Francisco, renombrándolos San Francisco Warriors  y jugando la mayor parte de sus partidos en casa en el pabellón conocido como Cow Palace.

Con la apertura del Oakland Coliseum Arena (actual Oracle Arena) en 1966, los Warriors comenzaron a incrementar el número de partidos en casa jugados allí convirtiéndolo en su pabellón local habitual. En la temporada 1971-72, cambiaron su nombre por el que hoy resuena en cada esquina del mundo de la canasta. Nacían los Golden State Warriors.

Un elenco del montón

Es por ello, tras tanta mudanza y paseo por el registro, que a los Warriors se les podía considerar una franquicia rejuvenecida y en periodo de adaptación.

En el curso 1974-75 los expertos los colocaban cuartos en la División del Pacífico antes incluso de que el primer lanzamiento en suspensión de la temporada tuviera lugar. Los puestos de delante estaban guardados para equipos mucho más poderosos, como los Portland Trail Blazers de Bill Walton (¿Walton?).

En aquellos años los Warriors sufrían constantes éxodos de talento, seña de esos equipos de segunda fila casi condenados a sobrevivir bajo perenne reconstrucción. Ese verano habían perdido a dos de sus mejores piezas. Se vieron obligados a traspasar a los Chicago Bulls a su pívot estrella y futuro Hall of Famer, Nate Thurmond; asímismo, tuvieron que afrontar la marcha de uno de sus jugadores de perímetro más distinguidos, Cazzie Russell, a Los Angeles Lakers.

Rick Barry

Eso sí, les quedaba en su plantel un jugador que apenas necesita presentación. Rick Barry, antiguo Rookie of the year, All-Star habitual y mundialmente famoso hasta el día de hoy por internacionalizar (antes se lo habíamos visto a otro coloso como George Mikan) el lanzamiento “formato cuchara” en los tiros libres.

Barry se encontraba viviendo una segunda etapa en Golden State tras haber cosechado éxitos en otros equipos, pero a sus 31 años seguía manteniendo un gran nivel. No obstante, éste no parecía suficiente para compensar la falta de baloncesto existente en un roster plagado de nombres desconocidos y talento limitado.

Por entonces militaban nueve equipos en cada Conferencia, y los cinco primeros clasificados al final de la regular season accedían a Playoffs. Ese parecía el mejor de los techos para unos Warriors con escasos interrogantes.

Para establecer un paralelismo, existía unas expectativas en torno a ellos similares a los Suns de estos últimos años del quiero y no puedo. Por eso, lo que consiguió el técnico afroamericano Alvin A. «Al» Attles, guiando a ese reparto de serie B, no solo a la postemporada, sino a disputar las Finales de la NBA, fue (y es) considerado como una auténtica proeza.

El coco, los Bullets y Hayes

El equipo revelación derrumbaba muro tras muro y se limpiaba las zapatillas con cada pronóstico en contra derramado. Ante los Seattle SuperSonics les daban por muertos en seis partidos, luego frente a los Bulls de Thurmond apostillaban porque lograrían agonizar hasta el séptimo partido. Uno a uno, fueron derribando castillos de escepticismo.

Pero donde convertían a un ateo nacían diez más, y ante los Washington Bullets de Elvin Hayes y Wes Unseld, dos integrantes del Salón de la Fama en potencia, nadie, ni el más devoto, les daba una mísera oportunidad. La barrida y el fin del sueño eran inminentes.

Un balance de 60 victorias y 22 derrotas sentaba los sólidos cimientos de la temporada de los Bullets. En primera ronda sobrevivieron a una serie extenuante contra los Buffalo Braves, y en Finales de Conferencia conseguían derrocar a los vigentes campeones, los Boston Celtics. Cada aficionado de la capital se frotaba las manos viendo que entre ellos y el anillo sólo se sostenía la frágil estampa de una franquicia que había llegado allí no se sabía bien cómo.

Boicoteados desde casa

No exageramos cuando decíamos que las esperanzas en que el primer equipo de baloncesto de Oakland llegara tan lejos como lo habían hecho, eran nimias sino inexistentes. Incluso para sus conciudadanos. Tanto es así que para las fechas en la que debían disputarse las Finales de la NBA,  ya se había reservado su pabellón, el Oakland Arena, para otro tipo de evento.

Alcanzar unas Finales era toda una hazaña, pero no lo suficiente como para anular o encontrar un nuevo emplazamiento para el espectáculo de patinaje sobre hielo ‘Ice Follies’. Los Warriors estaban ante la oportunidad de cerrar una epopeya inalcanzable y no tenían su sagrario a su disposición para albergarlo.

Hubo que pensar por lo tanto en un ‘Plan B’, y el parquet elegido fue el del Cow Palace; su antiguo pabellón que ya había sido el hogar de la franquicia durante ocho temporadas. Pero aún quedaba otro socavón más: sí, el Memorial Day.

Un formato único para la ocasión

Para honrar este día, en la ciudad se habían acopiado del Cow Palace en unas jornadas que durarían todo un fin de semana (Memorial Day Weekend) y que recaían, cómo no, entre el 24 y el 26 de mayo… con la mala pata que en ese segmento debía tener lugar el Game 4… en Oakland.

Ante tanto bache en el camino, la Liga propuso una solución ideada ad-hoc. Un formato insólito hasta la fecha. Se les concedió a los Washington Bullets, que partían con ventaja de campo, adherirse a un calendario especial en el que comenzaban la eliminatoria fuera de casa, pero tenían a continuación tres partidos seguidos en su localidad.

A esto los Bullets, y concretamente su técnico, K. C. Jones, dijeron que no. Por una mezcla de superstición y estadística, preferían empezar la serie en casa, aún teniendo que jugar los dos choques siguientes en territorio hostil. Por lo tanto, la progresión definitiva fue ésta: 1-2-2-1-1. “Tres partidos seguidos en casa sonaba bien, pero yo no quería que ellos pudieran ganar el primer partido», afirmaba Jones para Sports Illustrated un tiempo después.

Una paliza «esperada»

Efectivamente y tal y como predecían los analistas, paliza hubo y gorda; sólo que se equivocaron de equipo. Poco importó que el Game 1 tuviera lugar en Capital Centre de Washington. Nuevamente, estallaba la sorpresa.

Y eso que al descanso ninguno de los allí presentes atisbaba a que tal cosa podía ocurrir. Los Bullets ganaban de 14 y el partido parecía totalmente encaminado. Entonces, Attles, el coach rival, realizó unos movimientos en su banquillo muy poco habituales, y la madera se llenó de anónimos.

Junto a Rick Barry y el novato del año, Jamaal Wilkes, se alinearon tres jugadores que durante toda la temporada habían sido carne de suplencia: Phil Smith, Charles Dudley y Derrek Dickey.

“Tienen que estar bromeando”, comentaron desde el conglomerado bullet al ver el quinteto dispuesto en cancha por Attles. La broma terminó con remontada y triunfo para los Warriors por 101-95.

Hayes Wilkes

Aquello pudo parecer un tropiezo en el camino y una lección a tiempo aprendida. Después de todo, ¿quién era Clifford Ray, un center salido de la nada ante un portento de los tableros como Wes Unseld, o la defensa de un novato como Wilkes ante la superclase de Hayes y sus ocho centímetros de más? “Las cosas serán muy diferentes en al Game 2 ”, aseguraba un confiado Unseld.

Barry no respondió ante los micrófonos. Sí lo hizo en la cancha. Tras llevarse el MVP de la temporada no era momento de arrugarse. Tocaba devorar el postre. Gracias a sus 36 puntos volvieron a consolidar otra remontada espectacular llevándose el segundo envite, y el primero ante su público, por 92-91.

En el Game 3 el guión huyó de la originalidad y releyó las mismas páginas que unos días antes. A un Barry colosal se unió la magia sin invitación desde el banquillo. Calentadores de asiento y agitadores de toalla como George Johnson (10 puntos) se unieron a la fiesta aportando su vital grano de arena. Por entonces los Bullets eran ya un equipo desdibujado, desorganizado e impotente ante la avalancha local.

Como toda buena historia, ésta también tiene su anécdota, y es que aunque pocos lo supieron entonces, en los Games 2 y 3 los Warriors tenían a su disposición tanto su estadio de Oakland como el viejo Cow Palace. Ellos se decantaron por el segundo.

“El lugar era horrible, los vestuarios eran horribles, pero nosotros no jugábamos en los vestuarios, y los aros de allí eran muy agradecidos. Amo esas canastas”, decía Barry, y es que al parecer había un feeling especial con aquellos aros naranjas del Palace, los cuales no repelían tanto el balón y a los que toda la plantilla les había cogido el tacto y el gusto. Se adaptaron al difícil calendario, doblegaron las reglas sin llegar a romperlas, y la jugada les salió bien.

En el cuarto partido, mientras en el Cow Palace tenía lugar uno de esos inviolables eventos, —un torneo de karate—, los Warriors escribían en ‘mithril’ una página imborrable en la historia de la NBA.

Aquellos Warriors se encontraban desvergonzadamente cómodos remando a contracorriente. Tanto se habían aficionado a las remontadas que ir perdiendo, esta vez de 14, presagiaba lo peor… para los Bullets.

A Attles le costaba mantener los nervios y fue expulsado en el primer cuarto cuando casi se vio envuelto en una pelea. Pero ni estar sin entrenador ni la amplia desventaja en el luminoso detuvo a Barry: 38 puntos del escolta y otro final de Óscar por 96-95.

Semillas de historia

Todas las escobas del ‘Aprendiz de brujo’ habían salido a paseo en las Finales y no tuvieron piedad de los favoritos. Los Warriors tuvieron que esperar otros 40 años para ver a una nueva generación de los suyos levantar otro campeonato.

Nadie daba un penique por los Warriors de aquella Final. Como nadie lo hubiera dado por los Warriors de hoy, si en el nacimiento de la temporada hubiésemos avisado de que el récord de los Bulls del 96 estaba en peligro. Pocos esperaban tampoco la campanada en forma de remontada ante unos Thunder que acariciaban el asalto definitivo con el 3-1 favorable.

Rick Barry, Stephen Curry. Jamaal Keith Wilkes, Klay Thompson. Y luego todos esos secundarios tan excepcionales y tan necesarios para que la gesta traspase los libros de la fantasía y se convierta en realidad; histórica.

No sabemos qué habría ocurrido sin la incursión de aquel Memorial Day. Si la serie hubiera adoptado el formato habitual o si los aros del Cow Palace no hubieran estado a disposición de aquella pandilla de desconocidos. Pero esos chicos retaron a su presente e hicieron leyenda. Ahora, Warriors y Cavaliers, LeBron y Steph, deben seguir escribiendo la suya.


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