Hubo un tiempo –allá cuando Ramón García y el Grand Prix–, en que la banda que estaba tocando sobre el escenario, se detenía entre tema y tema para animar a todos los presentes, groupies y casuals que habían abonado su entrada para gozársela en directo y con un mechero en su bolsillo, que le diesen al gas y lo alzasen al cielo. Así, la lenta balada de a continuación pasaba a verse acunada, además de por la suave instrumental, por una alfombra de luces llameantes que se movían de un lado a otro al son de la canción.
Esta imagen, tan bella, tan cómplice y tan inusual, se ha convertido en nuestro pan de cada día. La vemos en los conciertos, sí, pero también en los partidos, festivales, museos, discursos, inauguraciones, procesiones, bautizos y hasta en los (antaño íntimos) reencuentros de familiares en los aeropuertos o cuando rescatan a un perro de la perrera.