Un Rookie del Año para la retina

Cualquiera de los premios que se otorgan al final de cada temporada regular resultan en un veredicto en el que subjetividad, objetividad y psicosis estadística se confunden sobre la marcha y según convenga. Testigo reciente de ello es el MVP entregado a Westbrook tras su primera temporada alcanzando un triple-doble de media por noche. En estos momentos vamos camino de la cuarta y el éxtasis numérico se ha convertido en anécdota. A todo se acostumbra uno.

La aritmética deportiva, especialmente en el panorama norteamericano, coloniza cualquier discurso. Cuando la memoria sufre achaques, los huecos de la mente los rellena una tabla de Excel. Así, la consideración futura de las estrellas de hoy -y de ayer- se afincará en cifras y palmarés como principales apartados para valorar la mella que deja cada una de ellas en el baloncesto. Dando pie a debates de creciente esterilidad a medida que los hechos van quedando lejos en el tiempo.

El premio al Novato del Año, lejos de escaparse de la dictadura de los fríos números, la abraza más que ningún otro reconocimiento. Una buena línea estadística se convierte en signo inequívoco de madurez y constancia, designando a un jugador NBA por derecho propio sin importar su juventud. A este respecto, resultan ilustrativas las discusiones que aparecen periódicamente sobre si LeBron James realmente fue mejor novato que Carmelo Anthony. Conversación que ya hoy se ve reducida a apuntar las décimas estadísticas que separan una temporada de otra. Un caso que camina a la par de la reciente guerra mediática entre Donovan Mitchell y Ben Simmons.

Ocurre que este curso hay que añadir  un factor más al baile de cifras. A la difusa ecuación que determina quién puede entrar en consideración por ser el mejor novato de la camada se suma la cantidad de partidos que se ha perdido LaMelo Ball, el principal candidato durante la mayor parte del año. No tener un criterio al que estar sujetos resulta un problema obvio. Pues, aunque LaMelo vaya a acabar con un porcentaje de participación superior al mínimo histórico que marca Patrick Ewing como ganador del galardón (1986), su prolongada ausencia va a ser señalada como factor decisivo en la votación final. Si gana se dirá que no ha jugado lo suficiente; si no vence, que con lo demostrado basta.

Pez gordo en estanque pequeño

Lo cierto es que todo este vaivén argumentativo palidece ante la realidad. No solo LaMelo es el mejor y más prometedor jugador de primer año que hay en la liga, sino que su presencia es la única que promete cambiar el sino de su franquicia de forma inmediata. Unos Charlotte Hornets que rozan el ostracismo desde inicios de siglo pese a su doble cambio de nombre y a ser propiedad de Michael Jordan desde hace más de una década. 

El pequeño de los Ball, más allá del ruido que la familia siempre genera a su alrededor, es un jugador que sienta al espectador frente al televisor. O, para ser coherente con los tiempos que corren, cualquier dispositivo que permita la reproducción multimedia. Su llegada a Charlotte ha coincidido con una fuerte apuesta deportiva de la organización por Gordon Hayward. Y, lejos de esconderse detrás de él o de Terry Rozier, Melo ha hecho que su nombre figure como parte indivisible de lo conseguido por los Hornets este curso. De momento, la mejor de la franquicia desde 2016 a pesar de las bajas. Y, aun así, su mayor aportación para devolver a Charlotte al mapa no está en los resultados, sino en lo estético.

El talentoso base comparte con sus coetáneos vivir inmerso en la agridulce era de la imagen, que magnifica cualquier acción para luego sepultarla bajo las miles de jugadas de galería que regala cada temporada NBA. Por eso, aunque estas tengan una mayor repercusión inmediata, resultan cada vez más efímeras en el ideario común. Si los highlights de LaMelo nos llegasen trufados una vez a la semana en vez de descubrirlos en Twitter e Instagram minutos después de acontecer, la idealización de su figura seguramente ya sería un hecho.

Mitos del VHS y el resumen semanal

Ningún caso ilustra más la importancia de la forma de exposición en el relato histórico que los de Jason Williams y Vince Carter. Dos jugadores que dejaron en el espectador una huella que trascendía con creces su rendimiento deportivo. Entre finales del siglo pasado e inicios del presente la NBA buscaba al relevo de Jordan como atracción para el público global. Vacío que aprovecharon dos jugadores que monopolizaban los resúmenes de las mejores jugadas de cada semana con complementaria disparidad.

Tanto significaron los vuelos sin motor de Vince y la fantasía artística de Jason, que al primero se le considera primer padre fundador del baloncesto en Canadá y al segundo la máxima condensación de los divertidísimos Kings de Adelman. Con más o menos justicia según el caso, pero cuyo peso en la cultura popular resulta inabordable.

Las circunstancias del tiempo que le ha tocado vivir hacen que el recién nacido catálogo de obras de Ball no brille con fuerza ni siquiera equiparable al de Carter y, sobre todo, Williams. Con los que, curiosamente, las acometidas suicidas al aro de Anthony Edwards y las imaginativas soluciones de Melo podrían tejer una superficial comparación.

El primer Chocolate Blanco era un átomo de creatividad a punto de colisionar. La cadencia de su baloncesto a ras de suelo estaba al total servicio de la inmediata improvisación. Bote fuerte en el perímetro para ganar altura y ángulo de pase. Bote bajo en la zona para evitar topar con extremidades ajenas. Pulsaciones bajo cero cuando reina el caos y el público aguarda expectante que el genio les sorprenda.

Fragilidad en movimiento

Pero si Williams era electricidad encapsulada, LaMelo Ball es languidez que se despereza con cada contacto con el esférico, cuando parece envolverlo completamente con sus antebrazos. Su aspecto desgarbado de largos brazos y movimiento parsimonioso deja una estampa más típica del básquet que se juega sobre cemento y no sobre parqué. Un espécimen inusual de point-guard en el que sus extremidades superiores funcionan a modo de látigo cada vez que el balón se despega de sus manos en busca de un compañero o de la misma red.

La ejecución técnica de LaMelo debería ser errática, pues no parece que su quebradiza apariencia sea capaz de imprimirle fuerza suficiente a la pelota. Pero no lo es, y el resultado es un perfil de jugador único al que mirar con asombro. Como sin terminar de creer que haya logrado traspasar esa arrogancia que desprendía en Chino Hills al escenario más exigente del planeta y siendo diferencial casi cada noche. Eso sí, cambiando la perpetua expresión desafiante por una sonrisa de oreja a oreja.

Es ley de vida que el tiempo termine puliendo el juego de LaMelo en lo formal, templando las pulsiones de juventud que ahora dominan su repertorio técnico. Sin embargo, no habrá mejora cualitativa que niegue el legado creativo del primer LaMelo Ball. Un poso que va más allá de números y premios en la retina del espectador.

(Fotografía de portada de Jared C. Tilton/Getty Images)


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