¿Qué marca la diferencia cuando tienes todo lo demás?

Cuando el tablero está parejo, cuando el parquet exuda igualdad, hay un ingrediente que, bien empleado, termina siendo diferencial. El talento individual.

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Por Enrique Bajo

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Jalen Williams, el ingrediente final

La noche arrancó con la sensación de que los Thunder tenían algo más que una marabunta azul a su favor: tenían, también, el timón emocional y táctico de la serie.

A estas alturas del guión, Indiana ya ha probado qué se siente al robar un partido en el Paycom Center, a igualar un físico pletórico durante 48 minutos, e incluso a disfrutar el viento en la cara sin rebufo alguno, al liderar estas Finales por 2-1 con Oklahoma aferrado a su estela.

Mucho más de lo que la masa, profana y experta, le concedía en los albores de unas Finales harto merecidas pero con un sentimiento ambiguo de pertenencia.

Pero esta noche, al cruzar la bocana de vestuarios rumbo al salto inicial, había otra atmósfera. No una de ansiedad y pánico; sino de propósito. De concentración y certeza en la misión de cada miembro.

Y ‘lo de Jalen Williams’ —40 puntos, 11 de ellos en un último cuarto— no fue la causa, sino la consecuencia. El alero no solo lideró a los Thunder en la que ha sido su última consagración, sino que ejemplificó lo inevitable, llenando estas maravillosas Finales con más forma, más fondo y más significado.

Su exhibición no nace del azar o del capricho de un día. Oklahoma ha ido tricotando su identidad durante los dos últimos años sin dejar de perfeccionarla en cada asalto de este arreón definitivo, descubriendo, aprendiendo y golpeando en dónde Indiana ha evidenciado sufrir más: transición defensiva, pérdidas forzadas y control de balón en el clutch.

El grupo como ley inmutable

OKC entró en el Game 5 no como un jabalí acorralado, sino como un estudiante que encara la EBAU sin sorpresas ni temor a preguntas trampa. Y eso que Indiana lo intentó, con varios ajustes reconocibles: defensa zonal intermitente, minutos sin Myles Turner para ganar velocidad en la rotación, y un uso más agresivo de los cambios en el pick and roll para incomodar a Shai Gilgeous-Alexander.

Pero nada de eso sobrevivió a la disciplina defensiva-ofensiva de Oklahoma.

 Primero, uso de las armas dadas hasta casi gastarles el filo; esto es, aprovechar la hiperactividad natural de Lu Dort y Alex Caruso para arrinconar otra creatividad igual de natural; la de Haliburton (y Nembhard en menor medida) de ramificar el juego sin elevar el riesgo.

Resultado: 22 pérdidas de balón de los Pacers, que se tradujeron en 32 puntos directos de los Thunder. Ese diferencial (+23 en puntos tras pérdida) es, por sí solo, una sentencia de muerte en un partido igualado.

Pero como Indiana es un Caminante al que hay que rematarle varias veces, ahí estuvo J-Dub.

Lo que no se entrena: el sueño de todo ojeador

Su actuación no fue solo sublime por la anotación, sino por la calidad en la ejecución.

Decía Gonzalo Vázquez esta mañana que con Jay se puede negociar el acierto; el carácter nunca. Pero llega un punto, en jugadores de su talla, que lo primero tampoco es objeto de negociación.

Unas Finales de in crescendo imparable (17, 19, 26 y 27 puntos) con un timing casi inmejorable.

Porque un superequipo es una cosa (collage peguntoso en cheque al portador) y un súper-equipo (sin atajos, en lenta manufactura) es otra y que, no obstante, ambos cumplen rigurosamente un principio ineludible que desatasca la igualdad cuando nada más puede: el talento bruto individual.

Éste, como un último ¡tac! maestro de tamiz, altera el resultado y crea un nuevo ángulo entre ejecutar un plan y transformar el juego. Mientras táctica y sudor dan soporte y estructura, es la brillantez individual —como la de Jalen Williams finalizando con bandejas imposibles— la que redefine los límites y marca un vértice competitivo que escapa al sabermetrics.

El talento genuino escala cualquier estrategia más allá de la simple previsión. La narrativa de Indiana –en la que por encima de los quiénes está el quién (el equipo)– parece casi condenada a ceder ante el manierismo colectivo de OKC, en una perfecta combinación sincrética de ambos mundos, grupal y de abrazo al individuo.

Junto a la disciplina defensiva y el rigor táctico –cimientos innegociables para Mark Daigneault–, contar no sólo con un jugador (SGA) sino con varios (lo que se quisieron el año pasado con Gordon Hayward, lo que sucede por inercia con Jalen Williams en éste) capaces de resolver con jugadas imposibles, es lo que termina decantando los partidos aprisionados en su ruda igualdad.

Mientras, en las posesiones en que Haliburton se queda atrapado sin pase, sin bote, sin aire… está también encapsulado el problema de Indiana, donde Siakam trata pero no da la réplica. Cuando no hay desborde, cuando el primer pase no genera ventaja, el equipo colapsa en media pista sin talento inventivo para salir del embrollo.

«¡Sentenciado estoy a muerte! yo me río; no me abandone la suerte»

Y con todo lo dicho, sería muy torpe por nuestra parte dar las Finales por terminadas y por muertos a Indiana.

Hay algo admirable en su obstinación. En la manera en que Rick Carlisle ha sido capaz de reinventar su rotación desde el Game 1 (menos minutos de Nesmith, más protagonismo de McConnell) para intentar encontrar nuevas rendijas. En cómo Siakam, pese a las dudas, sigue sumando silenciosamente con cortes a la espalda. En cómo Toppin inyecta energía y despresuriza el espacio. Y en cómo han llegado hasta aquí, contra todo pronóstico real o imaginario.

Oklahoma ignoró la estadística (esa que indica que sólo el  19% de los equipos voltean un 2-1 en contra en las Finales). Ahora les toca a ellos fijarse en los Cavs 2016, los Heat 2013, los Lakers 2010, los Rockets 1994, los Lakers 1998, los Bullets 1978, los Celtics 1969, los Celtics 1962 y los Nationals 1955… e ignorar el resto.


OKC no les va a regalar nada.

El equipo de Daigneault ha alcanzado esa fase en la que cada jugador entiende qué debe hacer, cuándo y con quién, sin más indicaciones que su pulsión interna. En la que se percibe estructura incluso en el interior del caos. En la que Shai no necesita aparentar ser la estrella para marcar el ritmo. En la que Jalen Williams puede jugar el partido de su vida sin que éste resuene a ‘chiripa’.

Los Pacers, dignos piratas de Espronceda, necesitan algo más que fe y épica. Necesitan precisión atómica, claridad en los roles y una ejecución casi sin errores.

Y lo necesitan no una vez sino dos. Pero al menos una.

Que estas Finales merecen un Game 7.

(Fotografía de portada de Alonzo Adams-Imagn Images)

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