Kevin Durant tiene 35 años. James Harden 34. Durant ganó su último MVP en 2018, exactamente el mismo curso que Harden. ¿Cómo pudo ser? Sencillo. Uno fue premiado con el de la temporada mientras que el otro con el de las Finales… y no hace falta decir quién se llevó cuál.
Éste puede ser uno de los grandes motivos, quizás incluso el principal, de porqué el traspaso de Harden a los Clippers ha tenido un seísmo mediático muy inferior al de cuando Durant se unió a los Phoenix Suns, o incluso de cuando éste sumó a Bradley Beal al megaproyecto de Arizona cuatro meses atrás.
Pero no es la única razón. Existe algo en la figura de Harden y su actual destino que incitan a no terminar de creer. Y eso que no hablamos de unos Clippers cualesquiera, sino de los L.A. Clippers de Steve Ballmer.
Desde que el ex CEO de Microsoft compró la franquicia hace nueve años en pleno auge del Lob City, ha buscado desesperadamente ganar un campeonato, y en ese ahínco no ha dudado en invertir en (y convertir a) sus Clippers en la segunda institución de la NBA que más gasta en salarios (sólo por detrás de los Warriors), y con un derroche sólo en impuesto de lujo de 95,3 millones de dólares (migajas, después de todo, para el noveno hombre más rico del planeta).
Casi una década de dispendios para, como única conquista, unas Finales de Conferencia y contar, en el arranque de la 2023-24, con la siguiente rotación (de mejor a ‘peor’ pagado):
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