¿Son Carmelo Anthony y Dwight Howard dignos Hall of Famers?

“Lo importante no es como se empieza, sino como se acaba”. Frase acuñada por Michael Schumacher en septiembre de 2009; cinco años después de su séptimo y último campeonato.

Jamás volvió el Káiser a alzarse con la corona de campeón mundial de Fórmula 1. Aun en las entrañas de un supositorio escarlata de 800 caballos de potencia –y tres años antes del trágico accidente de esquí–, la edad había hecho presa de él.

Contratos de doble filo

No obstante, aquella máxima, hoy convertida en proverbio, goza de buena salud. Tan necesaria en numerosísimos campos de la vida, como discordante en el microcosmos que es la NBA. Ese en el que, a menudo, cuando menos rindes, más cobras. Y al revés.

La fórmula compensatoria redacta su sentencia de muerte desde el momento en que le cortan el cordón umbilical. El Draft. Una escala salarial para novatos de cuatros largos años que luego, los jugadores, conscientes de haber elegido una profesión raquítica en esperanza de vida, no ahorran esfuerzos en corregir.

Viejos que se enriquecen, mercado que aprieta y franquicias que pagan el pato.

Y las consecuencias son absurdos como los de este verano. Carmelo Anthony y Dwight Howard fueron traspasados, casi repudiados de sus equipos, a cambio de paquetes que no hace tanto hubiesen sido inconcebibles en jugadores de su categoría. ¿La razón? Su falta de encaje en esta adaptación de la Escala Sexy/Loca de Barney Stinson, ambos cayendo por debajo de la bisectriz.

Dos jugadores cuyo rendimiento descansa claramente por debajo de la nómina a percibir.

Que dos conjuntos ayunos de estrellas (Hawks y Nets) no duden en recurrir al buyout para deshacerse de unos jugadores que cobran como si lo fueran, ejemplifica a la perfección el caos financiero que atraviesa la NBA, y que cada año esta mas lejos que el anterior de solucionarse.

La inflación está en máximos históricos. Contratos como el de Chris Paul (quien a sus 33 años ha firmado una extensión de cuatro años y 159,7 millones, es decir, casi 40 millones de dólares al año), así lo atestiguan.

Ahora, Howard, con un salario bastante por debajo del nivel que aún despliega (2 años por 10,9 millones en los Wizards) y Carmelo, en ídem de ídem (5,1 millones por un año en Houston), darán caché y esperanza a dos franquicias cuyas finanzas respiran, a pesar de sus fichajes, contentas y desabrochadas.

La treintena, divino tesoro

Carmelo ya nada en las densas aguas de los 34, mientras que en las próximas Navidades Howard cumplirá sus 33. Sus mejores años han pasado, así como su perenne butacón en los mejores quintetos; y, salvo milagro, ninguno de los dos volverá a jugar un All-Star Game. Sus últimos contratos han ido acompañados del calificativo de ‘tóxicos’, y su apariencia de superestrellas, ya sin serlo, contaminaban pizarras y vestuarios enteros.

Aún les quedan unas pocas balas en el tambor, pero desde luego si su inclusión en el Hall de la Fama dependiera de sus temporadas más recientes y de las que están por venir, esta aparecería como totalmente descartada.

Por eso, haters y beleivers deben entender que en el mundo del básquet, más si cabe en el de la NBA, donde el físico es más de la mitad del pastel, muy pocos (un paréntesis para los Jordan, Crawford, Ginobili, Parish, Bird o Malone) sobreviven a la rendición de cuentas cuando acechan los treinta y cinco.

Un examen visceral

Y ahora, todavía lejos del final pero con sus carreras en claro declive, por qué no preguntarnos: ¿Deberían, llegado el momento, Carmelo Anthony y Dwight Howard convertirse, sin discusión, en miembros del Salón de la Fama?

En Estados Unidos lo hacen ya, especialmente desde hace unos días, a raíz de una nota publicada en The Action Network web deportiva basada en el análisis estadístico– en la que calculaban cómo de asequible tiene Carmelo convertirse en Hall of Fammer, tomando prestado el modelo de Basketball-Reference que veremos a continuación.

Esta pregunta, no obstante, podría sonar del todo innecesaria para muchos de vosotros —y no os faltaría razón— si no fuera porque el nivel de desprestigio hacia este par de dos, en ciertos sectores de la afición, y también de la prensa —en redes sociales mejor ni hablar—, alcanza últimamente cotas extremas.

Contar con ellos en tu plantilla ha pasado de ser un privilegio a considerarse una suerte de castigo. Artículos sobre cómo pierden enteros en la pugna de contenders los equipos que deciden acogerlos, brotan aquí y allá.

 

Un puñado de años atrás, ambos eran top-5 de la Liga. No hace tanto, top-10. Y hace apenas un suspiro (Howard en 2014, Melo el año pasado) pívot y alero vestían la camiseta de un All-Star Game.

Por eso, en aras de la salud intelectual, cerraremos Twitter durante un rato y escanciaremos todo el puchero.

«Si algo no funciona, sigue adelante y negocia un byout, o sigue adelante y negocia tu traspaso. Esa es la nueva norma en esta sociedad de baloncesto. Tienes que hacerte a la idea y superarlo», comentaba el forward el pasado jueves acerca de los vaivenes que él y su ficha han afrontado estas últimas semanas.

Y es que es precisamente eso, el carácter de alergia, el complejo de lepra con el que sendos contratos han sido tratados este verano, lo que ha desatado en gran parte el debate sobre si son o no, dignos candidatos a su porción de eternidad en los anales del baloncesto.

Ahora bien, debatible en esta vida lo es casi todo. La redondez de la Tierra, la veracidad del alunizaje en 1969 o la existencia y estimulación del punto G. Nada escapa al oscurantismo posmoderno. Por más evidente que asome la respuesta, no dejan de aflorar voces y asociaciones resueltas a empujar en sentido contrario.

Y por esta razón, poco importa que en el estudio de probabilidad de acceder al Hall of Fame, obra de Basketball-Reference, Dwight Howard alcance el 99,3% y Carmelo Anthony el 98,2%. El escéptico puede con todo y más.

El Salón de la Fama: requisitos

Por supuesto no hay un solo dato, una sola estadística, ni tampoco la suma de todas ellas, que pueda resumir o dirimir si un jugador merece o no tal honor a perpetuidad.

El elemento contextual, emocional si me permitís, juega un papel clave en todo este asunto. Analizar el momento de la historia en el que un jugador irrumpe en el Draft, las plantillas con las que le ha tocado jugar, o el nivel de los rivales desprendido en su época de prime baloncestístico, son variables que no pueden ser ignoradas.

Pero la transparencia nos impone que comencemos por lo fehacientemente medible. Y en B-R construyen el cálculo a través de cinco vértices principales.

  • Altura (sí, sí; altura)
  • Campeonatos
  • Puntos de Clasificación (*)
  • Mejor Win Share en fase regular
  • Nominaciones para el All-Star

(*) De los cinco puntos, quizás el que más confusión genera es el de ‘Puntos de Clasificación’, el cuál pasamos a explicar brevemente. Este apartado otorga puntos al jugador, en su sprint hacia el Salón de la Fama, por figurar, al final de cada temporada, dentro del top-10 de alguna de las categorías principales del boxscore (puntos, rebotes, asistencias, robos etc.), recibiendo, en el mejor escenario, diez puntos en caso de liderar alguna de dichas categorías, y un punto de haber finalizado décimo en cualquiera de ellas.

Plasmamos aquí, para no errar, el mismo ejemplo que utilizan desde B-R; la carrera de Tony Parker hasta el curso 2014/15.

 

Bien, observemos ahora un dato demoledor, que no hace sino ridiculizar más todavía esta discusión sobre las candidaturas de Melo y Dwight.

Tomando el modelo de B-R como punto de partida, de los 113 jugadores que han acumulado un 50% o más de opciones de ingresar en el Salón de la Fama, 89 han sido nominados como ‘elegibles’ y 85 de ellos han sellado su entrada. Como en toda regla, tenemos la excepción. Larry Foust, pívot de los Pistons de la década de los 50 y con un porcentaje de probabilidad superior al 90%, se ha quedado fuera.

Suficiente prólogo. Centrémonos, ya es momento, en nuestros protagonistas. Con sus pros y sus contras.

Dwight Howard (99,3%)

Credenciales. Sus opciones de entrar, a nivel numérico, son tan arrolladoras como lo era él mismo en sus años de plenitud en Orlando. Seleccionado por los Magic con la primera elección del Draft 2004, justificó de inmediato la inversión. Tres veces galardonado como ‘Jugador Defensivo del Año’, cinco apariciones en el ‘Mejor Quinteto’, nueve All-Star Games, máximo anotador de la historia de los Orlando Magic, y para dar la puntilla mediática, campeón del concurso de mates en 2008, con una secuencia para la historia en la que se abrochó la capa de Superman y voló como él.

Howard, alejándonos de la fría estadística, ha consumado algo aún más digno de elogio; interponerse, durante casi una década y como único en la barricada, entre la figura del pívot y su evolución imparable —que tan bien nos desnudaba nuestro colega Andrés Monje—. Frenar el cambio de arquetipo en la pintura mientras los de su estirpe morían en su inoperante feudalismo.

El center lideró a los Magic a unas Finales de la NBA, dejando por el camino en la cuneta a los Celtics del Big Four y a los Cavs de LeBron James, para caer ante los Lakers de Kobe Bryant y el extra pass. El último superviviente de una saga de pívots que parecía agonizar con Shaquille O’Neal, y a la que Howard le insufló un último chorro de vida.

Hándicaps. Howard tiene en la articulación de su muñeca derecha –la buena– el mismo tacto y delicadeza que una trampa para osos. Es un jugador inservible en el tiro, de media y larga distancia, inútil, en consecuencia, atacando de fuera hacia adentro, y como facilitador y pasador también deja bastante que desear.

Y a pesar de todo, de tanta y tan profundas lagunas, ha logrado monopolizar pizarras rivales al completo, en la búsqueda incesante  de un modo de detenerle. Rebotes, tapones, alley oops, fuerza bruta, timing y dos o tres movimientos al poste. No necesitó más para hacerse dueño del Este mientras los ‘5’ del futuro ya se giraban a otras cosas.

14 temporadas ya en la NBA que se condensan en 17,4 puntos de promedio, 12,7 rebotes, 2 tapones y una personalidad que si bien hace unos años era uno de sus puntos fuertes –su contagiosa jovialidad, sus ganas de divertirse en una cancha– ahora parece haberse convertido en su mayor enemiga.

Ni en L.A., ni en Houston, ni en Atlanta (su hogar) ni tampoco en los Hornets –enclave este último donde ha desplegado su mejor baloncesto en años– ha impactado lo suficiente como para que los dirigentes quisieran prolongar su contrato.

Demasiados puntos negros en la carrera de un jugador que ha confundido, demasiadas veces, ligereza con inmadurez. Su ocaso mediático comenzó con aquella grotesca escena en la que abrazaba y defendía públicamente a su coach de entonces, Stan Van Gundy, segundos después de que éste revelara que era Howard quien había solicitado a la directiva su despido.

Su ocaso profesional, en cambio, arrancó en Los Angeles. Una lesión en la espalda hizo de la vistosidad su juego, desde entonces, algo menos espectacular. Menos huracanado. En un hombre cuya gran virtud es la fuerza, no puedes dejarle solo con la maña y esperara que prospere. No se entendió con Kobe, sí con Gasol, pero aquel amago de Big Four fue una pobre caricatura, golpeada por demasiados frentes, ante la que intentó replicar: la muy superior de Payton, Malone, Kobe y Shaq.

Y aún así, los Wizards, que andan desde hace cuatro años en tierra de nadie, añadiendo a Howard al proyecto hacen que su quinteto tome, de la noche a la mañana, otra cara. Superman is still in the building.

Los Embiid, Towns, Cousins le han pasado como una saeta por la izquierda. El futuro del center de éxito empieza a definirse y se pliega al perfil de DeAndre Ayton y los que vendrán, mientras híbridos como Andre Drummond captan, a tiempo o no, que es hora de adaptarse o desaparecer.

Nadie concibe ya, a estas alturas de su carrera, un Howard evolucionando en arma, en alternativa fiable, desde el perímetro. Jamás será un tirador de tres, por más que se empeñe, lo prometa en público o postee siete ‘para adentro’ seguidos, sin crono ni punteos, en cómodos entrenamientos. Morirá como lo que es. Como lo que fue. Una fuerza de la naturaleza. Un ‘5’ de los de antaño.

Y para ingresar en el Hall de la Fama, al primer gran pívot del siglo XXI, no le hace falta más.

Carmelo Anthony (98,2%)

Buscando no se bien qué, practicaba el scroll distraído en Twitter cuando me encontré con la descripción perfecta, en una sola frase, de la realidad de Carmelo, así como de tantos otros jugadores que comparten con él, mismo don e idéntico pecado.

«It’s possible to believe that Carmelo Anthony deserves to be in the hall of fame and also think players like him won’t get far in the playoffs because his play style will show great stats but won’t always contribute to winning».

Traducción: «Es posible pensar que Carmelo Anthony merece estar en el Salón de la Fama, y también pensar que jugadores como él no llegarán lejos en playoffs, porque su estilo de juego le proveerá de grandes estadísticas pero no siempre contribuirá a ganar».

Derroche individual y virus colectivo. Dos cosas, hasta cierto punto, que pueden cohabitar en el Salón de la Fama.

Hándicaps. Mr. Clutch, tan rebosante de talento como desprovisto de esa llama que bailotea, desesperada, sólo en el interior de a quienes no les basta con domar el balón, sino que también necesitan someter la competición. Carmelo, rendido, dejó de intentarlo en solitario el año pasado, y en el tiempo que le queda no cesará de buscarlo (el título) por el camino del medio, en una lucha contra el tiempo y sin cuartel.

Del irrepetible Draft de 2003, durante los primeros cinco-seis años muchos le colocaban, es así, al nivel de LeBron James. Algunos incluso por encima. Pero le está ocurriendo como a McGrady. Sobredosis de clase sin recompensar.

En playoffs, como líder de los Nuggets, nueve apariciones consecutivas y un guión prefijado con muerte programada: primera ronda. Solo un curso, el 2008/09, rompió la barrera y se plantó en las Finales. Lo que no logró con Allen Iverson y Marcus Camby sí lo hizo con Chauncey Billups y un roster potente y vistoso (Chris Andersen, J.R. Smith, Keynon Martin o Nene Hilario).

Era su tren, su pase a la consagración, y lo dejó pasar. Los Lakers de Kobe, Pau, Fisher, Odom, Bynum y Ariza fueron entonces demasiado.

La cifra de traspiés, de ‘casis’, o directamente de fracasos y decepciones, es demasiado alta para un jugador de la talla de Carmelo. En New York, Linsanity puso patas arriba el Madison en cinco partidos de un modo que Melo fue incapaz  a lo largo de siete largos años.

Credenciales. Y a pesar de todo hablamos del, a fecha de hoy, 19º máximo anotador de la historia de la NBA; de un 10 veces All-Star y del espécimen con el jab step más criminal que el baloncesto haya conocido.

Además, tampoco estamos ante un perdedor nato. Ni mucho menos. De hecho Melo desembarcaba en la liga con fama de todo lo contrario. Venía de conducir a la Universidad de Syracuse al campeonato de la NCAA –obligatorio pinchar aquí–, un título siempre del más alto prestigio; y además ha sido siempre una pieza importante en los tres últimos oros olímpicos a cargo del Team USA.

Oportunidades. Ser un one-way player es la losa que aplasta su cabeza. Sus jump shots, marca de la casa, no compensan todo lo que el alero se deja por el camino. Su celo ante el paso del tiempo, su reticencia a reconvertir su juego, a acercarse al aro, a jugar más de espaldas, a renacer como finalizador, a buscar la eficiencia como catch and shot player, le están empezando a pesar en el curriculum y acentuando, a marchas forzadas, lo que no pudieron once años de sinsabores en playoffs : dejar un triste poso amargo en la carrera de un jugador irrepetible.

Aún están a tiempo de enderezar un poco el timón, afianzar el mástil y fondear el Pireo entre un festival de luces y flautas. Sobre todo Carmelo, quién tiene ante sí la opción más clara de ponderar al alza ese 98,2%. Con Harden y Paul, y a pesar de los Warriors, nunca tuvo el anillo tan cerca.

Y si no, ¿qué más da?

Michael Jordan puede que haya sido el mejor defensor de la historia, pero no será recordado por eso.


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