Jimmy Butler: el nacimiento de una estrella

Anoche la NBA se despistó y nos hizo un regalo tardío de Reyes. Una madrugada digna de la mejor jornada de los mejores Playoffs. Si hubo alguno tirando de multipatalla en el League Pass, le preguntaría si dio a basto botando de partido en partido, a cual más tentador en su recta final. El plato fuerte sin duda nos lo ofrecían San Antonio y Cleveland. Por supuesto, en noche sembrada tampoco decepcionó, y culminó con remontada tejana resuelta por sólo cuatro puntos de diferencia.

Sin embargo la velada estuvo llena de equipos caprichosos, empeñados en robarles el centro de atención. Los Warriors fueron los únicos en pasearse, pero fueron el postre. Tras sudar tensión, nada como repantigarse y disfrutar de Kobe y Steph, olvidándonos por una vez en la noche del maldito resultado.

Como decíamos, Rudy Gay y Mario Chalmers frotaron con fuerza el «where amazing happens» dándole brillo. Mientras, Jimmy Butler, hacía NBA.

El partido más intrascendente y con menos cartel pero, por cuestión de simpatía, el que elegí ver. De hecho, no fue —no creo en el destino; así que llamémosle curiosidad del desvelado o directamente friki del básquet— sino un impulso de última hora, justo antes de abrazarme a la almohada, lo que me hizo ojear los marcadores.

Chicago perdían de 20 puntos al filo del descanso, y los Sixers ya vienen demostrando desde hace algunas semanas que no son ese equipo dócil de principios de temporada que se dejaba remontar con suma facilidad. Paladearon la victoria y se volvieron adictos a su sabor; ahora pelean cada partido. Hay futuro en Pensilvania. Así que mejor alegrarse por la quinta victoria de esos chicos, se la merecían. Sólo un rato más de Las cosas que llevaban antes de apagar la luz.

Lo dicho. Apenas media hora después, vistazo rápido y de soslayo a la app de la NBA cuando algo detiene mi atención. Ha tenido que ser un espejismo. No, no hay error: restan tres minutos del tercer cuarto y los 76ers ganan 74-70 ¿Cómo es posible? Que yo recordara no estaban ni Rose ni Gasol; sólo podía haber un culpable. Un vistazo de resignación al reloj. No importa, ya estaba atrapado. Mejor aceptarlo. Me oculto bajo el edredón y me enrosco, móvil en mano, en la mejor postura posible para asistir al parto: una estrella está a punto de nacer.

No el cuánto, sino el cómo

Jamal Crawford había sido el último jugador en anotar 50 puntos con la camiseta de los Chicago Bulls, allá por 2004 (también anotó 50 defendiendo en su único año defendiendo a los Warriors en 2008) —mal ejemplo recurrir a uno de los mejores 6º hombres de la historia para iniciar la comparativa—; pero no es una estrella. Corey Brewer anotó con los Timberwolves 51 puntos en una actuación tan colosal como surrealista; pero no es una estrella.  Kevin Martin clavó la media centena con los Kings, y desde luego tampoco es una estrella.

Le escuché decir a Pau Gasol hace unos años, que cualquier jugador es capaz de meter 20 puntos en la NBA, al menos una noche. Claro que meter 50 puntos ya es otra historia. Pero muy de cuando en cuando, los planetas se alinean y pueden ocurrir casos aislados como los de arriba. Michael Jordan, por cierto, ese al que acaban de «descubrir» como mejor escolta de la historia (está por ver aún si mejor jugador), repitió este hito en 38 ocasiones. Ahí el argumento de la alineación empieza a flaquear.

Ayer, Jimmy Butler hizo algo más que endosarles 53 puntazos a Philly. Jimmy Buckets, ya digno del mote con todas las de la ley, dio un golpe sobre la mesa que derribó varias plantas y provocó un seísmo baloncestístico.

Cuando sintonicé ya llevaba treinta puntos en su alforja, por lo que ‘sólo’ le vi encestar veintitrés. Me sobraron la mitad. No fue la brutal racha ofensiva que encadenó; sino mi absoluta seguridad en mi diminuto capullo de plumas, a miles de kilómetros del Fargo Center, de que cada arrancada del ’21’, cada sacudida de muñeca, cada contacto intencionado con el rival, terminaría en canasta y, si se daba la ocasión, en ¡and one!. 

La sobriedad, el temple, el dominio del cuerpo, la asombrosa madurez con la que lo hizo me hizo darme cuenta de que no estábamos ante la única, sino sólo ante la primera de muchas. Además lo hizo sin Derrick Rose al lado. De hecho, es bastante posible que lo lograra gracias a que Rose no estuviera, pues dudo que con él, se hubiera atrevido a acaparar tal grado de monopolio. Puede incluso que la ausencia de Pau y Derrick fueran necesarias para la consagración.

Jimmy se adentra en los famosos 26, la edad del auge definitivo de todo jugador de baloncesto. En plena efervescencia —donde un tremendo Robert Covington y un no menos sensacional Ish Smith casi pasaron desapercibidos por culpa de un eclipse escarlata—, si alguien hubiera destapado el debate a dos bandas de Harden/Thompson y el dilema del mejor escolta, hubiese saltado como el mayor de los forofos. Hoy, en frío, mantengo mi «oportunismo».

Butler era ya una implacable realidad defensiva y una esperanza relativamente irregular en ataque. Ayer se me borraron las dudas que aún pudiera albergar. No tendré la osadía de negar lo obvio. Muchas de las virtudes que confluyen en una estrella están en poder de ‘La Barba’ y otras tantas en el ‘Splash’, pero en ese pentágono de los videojuegos, donde cada una de sus esquinas indica el valor máximo de cada virtud (ej: fuerza, velocidad, defensa, ataque, resistencia) sólo vislumbro los mimbres para abordarlas todas en el shooting guard de los Bulls.

Jugador, ¿de campeonato?

Ahí está la frontera, y cruzarla solo se avala con evidencias. Vuelva Rose a ser algo del MVP que fue o no, Butler ya ostenta ese perfil definido de jugador franquicia. En la liga hay varios de ellos. Sin ponernos exquisitos, podemos distinguir a uno en casi cada equipo. Luego están esos otros que aparte de ser la cara visible, te permiten, rodeándolos con jugadores de bien/notable, luchar por el campeonato; Butler está entrando en esa bifurcación.

Anoche vi a un jugador equivocarse un par de veces en un 2 contra 1 con el partido en el hilo. Vi también a un chaval que supo delegar en E’Twaun Moore y Doug McDermott en dos momentos cruciales. Vi una descarada madurez que hasta ahora solo amagaba con salir de la madriguera.

La prórroga borró mi último grano de escepticismo. Sólo la prudencia, mi aversión a las legañas y la imagen de bostezos devora-habitaciones de la mañana siguiente me frenaron de abordar la crónica tras el minuto 53. El reproche del reloj, aún así,  ya era historia. Estoy convencido. Anoche no vi un destello. Ni una estrella fugaz. Bueno, una estrella sí, pero ésta ha venido para quedarse.


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