Maese Kobe, ahora sí: mil gracias y hasta siempre

Te pasan el enlace por Whatsapp y lo primero que piensas es que se trata de una broma. Lo segundo, que menuda mierda de broma tan innecesaria. Pero de inmediato caes en que ni en un 28 de diciembre, el más macabro de tus amigos haría el gilipollas mandándote algo así. Y también que no es 28 de diciembre. Aún así, cierras los ojos con fuerza y presionas en el enlace, mientras la bilis trepa por tu garganta y se te empieza a acumular la saliva en la base del paladar, con la esperanza de hallar una explicación detrás mucho más absurda y menos cruel. Un periodista confundido; un fallo de transcripción… y un error que se hace viral antes de que lleguen a tiempo de solventarlo. Sí, debe de ser eso. ¿¡Kobe!? No. Es imposible. Es Kobe.

Pero entras en el cuerpo de la noticia y todas las pistas empiezan a apuntar hacia el único lugar al que no quieres mirar. Consultas de inmediato el grupo de redacción, deseando encontrar un erial; un descampado en absoluto silencio, ajeno a ese spoiler de pesadilla. Sin embargo, no has sido el único al que le han pasado el enlace. Y entras en shock.

Un helicóptero. Un puto helicóptero. Porque desde ese instante ya solo quieres maldecir e insultar. Y te quedas varios minutos sin saber qué pensar. Qué decir. Cómo reaccionar. O cómo respirar. Maldices sobre todo aquello que conoces. El universo; el destino; la vida; la muerte; la suerte; los helicópteros; el clima; las montañas; y el destino otra vez.

No hace ni doce horas estabas enlazando un tuit suyo en el que felicitaba a LeBron James por haberle arrebatado la tercera plaza de máximo anotador de todos los tiempos. Y de repente debes aceptar que no volverás a verlo con su clásica camiseta negra sentado a pie de pista, rodeado de su familia, para darle una cachetada en el muslo a LeBron cuando éste se dé la vuelta trotando perezosamente a defender, tras dar uno de esos alley-oop a McGee, tan suyos, tan locos, casi desde la primera línea de butacas.

No hay palabras y sin embargo necesito escribirlas, escupir algo ahora mismo, en caliente. Como lo harías tú. Dejar que sangre este corazón noqueado y que no estaba listo para recibir el golpe. Éste es mi desahogo y, quienes lo necesitéis, hacedlo también el vuestro.

Kobe: imposible de no amar

Todavía recuerdo, fresca en la memoria, su última semana del baloncesto tras lo que venía siendo un anodino año de despedidas; una temporada que no fue sino un gran banquete. Un perenne homenaje. Un empacho de ovaciones, de ofrendas, de jumbotrones donde se reproducían compilaciones del propio Kobe anotando, machacando y humillando los colores del equipo rival que en ese momento, y ante una grada cortesana y entregada, le rendía pleitesía.

Y así transcurrieron los meses. Con el ‘24’ coleccionando los peores porcentajes de tiro de toda su carrera, y los Lakers saliendo derrotados de casi cualquier pabellón. Entre vítores y flashes, eso sí. Eso siempre. Fue entonces, con abril a la vuelta de la esquina, cuando decidí no dedicarle ningún artículo de despedida. Lo había hecho para otros previamente. Shawn Marion, Tim Duncan, Kevin Garnett… sin embargo, a Kobe le dije ‘no’. Porque para mí, como una herida a la que le arrancas la costra, había supuesto ambos lados de la moneda.

La cara‘, la misma que para muchos. La que, cuando era un pelele de quince años, me hizo descubrir la NBA. Gracias a él, a su plasticidad salida de un cómic, decidí investigarla, entenderla, seguirla… para terminar cayendo en sus pegajosas redes y amarla sin reservas.

Pasaron los años y empecé bucear también en el showtime anterior a los tiempos del escolta. Quería conocer a Michael, a Larry, a Charles, a Pat, a Clyde y aquello de lo que nos hablaba el Tote con su rima: el básquet de los ’80. “Aquí el estilo esta en el corazón, no en la década, es mi profesión, pásate la bola chupón, soy muy pro, el rey en esto, otro jugón… gana partidos con esguinces…Todas estas cosas nos forjaron, a los que decidimos el deporte no el caballo, a los que íbamos del cole a casa y de casa al pabellón a entrenar con el resto de soldados”….

Y luego regresé al presente. Donde se defendía y se atacaba de otra forma. Se vivía y viajaba diferente. Donde antes el tapón suicida simplemente se hacía, o al menos se intentaba, ahora se meditaba; se ponía bajo consideración. Donde antes se pedía perdón (y eso con suerte) ahora se decantaban más por el permiso. Y comprendí entonces que Kobe Bryant era el enlace. El puente entre dos aguas. El eslabón fácilmente localizable entre el básquet de los ’80 y lo mejor del que daba la bienvenida al siglo XXI, y a una forma más científica y menos visceral de entender este deporte.

Su apretar de mandíbula… su forma de remangarse los pantalones y flexionar rodillas, no podían significar sino la antesala de una defensa abrasiva y obsesiva ante el mejor in isolation del equipo rival. Y su mirada penetrante y asesina; esa por la que, entre tantas otras virtudes, se ganó el apodo de Black Mamba.

Ese Kobe fue el lado bueno y brillante de la moneda, y el que no se cansó de enamorarme durante sus 17 primeros años de carrera.

Luego está la cruz. El Kobe ‘post-Aquiles’; el que no quiso entender que su cuerpo, su físico y sus capacidades habían menguado para siempre. Durante tres años se empeñó en ignorar sus piernas, incluso varias veces trató de engañarlas, buscando dar respuesta a la fiebre combativa que, aún tras tantos y tantos años y tantos cientos de partidos, todavía ardía en él. Pero los porcentajes evidenciaron lo que en su corazón y en su cabeza se negaba a aceptar. La picadura había perdido su alcance mortal. El acierto se desplomó: por primera vez en su carrera, por debajo del 40% en tiros de campo; y en los triples, sin llegar al 30%.

En su última campaña se olvidó incluso de compartir el balón. Un monstruo de mil y un recursos ofensivos que había demostrado que, cuando le daba la gana, podía ser un fenomenal pasador (aquellos Lakers de Pau, Odom, Fisher, Walton, Radmanovic y él mismo… ¡buf, qué belleza!), quedó reducido súbitamente a un caballo con anteojeras, siendo el aro el único superviviente en su campo de visión.

Y el plan sólo le funcionó, gracia divina, el día de la firma. 60 puntos. Y el Staples, acostumbrado a verlo todo y más, acabó con los ojos doloridos de tanto restregar. La peor versión Kobe fue más suficiente para rubricar la despedida más memorable jamás soñada por cualquier jugador de cualquier deporte en el día de su retiro.

Lo dije hace cuatro años, al cumplirse el décimo aniversario de sus 81, y aún no se me ocurre mejor frase para describir al Bryant vestido de corto: “Testarudo e inconformista rozando lo patológico…”.

Pudimos disfrutar, así pues y hasta en la noche de su ocaso, del Kobe gladiador, jugador y leyenda. Pero la desgracia nos ha robado al que recién rompía el cascarón. Al Kobe filántropo y mentor. Al Kobe padre y maestro. Al embajador y conferenciante. Y –antes o después habría llegado su hora– al Kobe entrenador.

En el momento preciso

La muerte, a lo largo de los tiempos, no ha parado de vestirse de profeta. Por ser tan definitiva como imprescindible a la hora de alumbrar genios y artistas, encumbrar obras, desempolvar lienzos, imprimir epopeyas y, he aquí la cruel paradoja, incrustar en los libros de historia a aquellos personajes que en vida jamás habrían sido reconocido dignos de formar parte de ella.

Con Kobe no. Kobe fue cronológicamente perfecto. Clave para devolver el perímetro a lo más alto, cuando la resaca de la segunda retirada de Jordan amenazaba con hacer mella en aquellos destinados a sucederle a él y a los demás miembros del Dream Team del 92.

Kobe bebió de su reflejo y nosotros de su don innato para imitar al más grande, acompañado de una voracidad inédita incluso en el ‘23’ de los Bulls de Chicago. Incluso numéricamente, con el ‘24’ a la espalda en su etapa de madurez, Kobe fue la perfecta continuación a una saga que nació en Jordan y, mucho me temo, muere con él. Nunca veremos nada igual. Ni siquiera algo parecido.

Si su brutal stock de gen ganador le granjeó no pocas discordias en sus largos años de prime, siendo su enfrentamiento y enemistad con Shaq la peor herencia de ello, su reencuentro, nuevamente como amigos varios años después, se impone como la mejor evidencia del triunfo de la sabiduría competitiva.

Pues más allá del hambre perruna de triunfo, la única leyenda de los Lakers con dos dorsales pendiendo del Staples se caracterizó siempre por destacar como un jugador elegante en la victoria y noble en la derrota.

El mismo que era capaz de saltarse el protocolo y perseguir a LeBron James para plantarle un tapón (o dos) en un All-Star; el mismo que sonríe y muestra sus respetos a Stephen Curry tras recibir un triple estratosférico in his face; el mismo que asiente y palmea desde el banquillo a Dirk Nowitzki tras un fade away lapidario ante su propio equipo.

Y qué queréis que os diga: reconozco que sólo me jodió a medias cuando nos mandó callar a España entera tras hacer ¡chof! con aquel triple olímpico y matador.

Valores para la eternidad

El dolor general que ha anegado hoy corazones, hogares, barrios y ciudades enteras, no es comparable o equiparable a otros casos con los que parezca guardar cierta similitud. Kobe Bryant no era una idolatrada estrella de rock harta de esnifar cal entre bambalinas. Ni tampoco un Cicerón de la política, tan rodeado de fieles como de promesas incumplidas. Ni un ex atleta apoltronado en su palacete de oro y diamantes.

Él ha sido Kobe. Un jugador de distinguido perfil bajo en lo mediático. Más amante del pabellón vacío y el bote de sordo del balón entrenando a deshoras, que de las masas enardecidas, las pancartas con su nombre y los cánticos de MVP. Fuente de inspiración y superación; de pundonor y entrega; de pasión y trabajo. De lealtad y compromiso.

Fuiste el hábito y el monje, querida Mamba. No necesitabas irte tan pronto para que te pusieran de ejemplo en las escuelas. Para que xerografiaran tu foto en los libros de historia, de educación física y también en los de autoayuda. Para que reprodujeran tus vídeos ante adolescentes flaqueantes y bajos de moral en los descansos de los partidillos de instituto.

Tú eras ya ese mito en vida que le bastaba con chasquear los dedos para que medio mundo alzase la cabeza y prestase atención. Aquel con complejo de conde de Montecristo y cuya invitación en black envelope todos, estrellas futuras y presentes, ansían recibir para adecuar sus vacaciones de verano a un par de clases maestras del mito retirado más tenaz y perseverante que haya conocido Hollywood.

Tus últimos años, los de tu súbito declive, fueron, diría Lope de Vega, beber veneno por licor suave. Hoy hemos masticado un pedazo mismo de Infierno. Un trozo que tardaremos en digerir.

Y para empezar a pasar el trago y cerrar mi despedida, quiero rescatar tres reflexiones acompañadas de tres nombres. El de Craig Sager, el de J.R.R. Tolkien y una vez más, y última por hoy, el tuyo propio.

Sager: “Time is something that cannot be bought; it cannot be wagered with God, and it is not in endless supply, Time is simply how you live your life”.

“El tiempo no es algo que podamos comprar; no puede ser negociado con Dios y no es infinito. El tiempo es, simplemente, cómo decides vivir tu vida” – Craig Sager

Tolkien (por boca de Gandalf el Gris): “All we have to decide is what to do with the time that is given us.” 

“Lo único que podemos decidir es qué hacer con el tiempo que se nos ha dado” – J.R.R. Tolkien

Mr. Bryant: “Have a good time. Enjoy life. Life is too short to get bogged down and be discouraged. You have to keep moving. You have to keep going. Put one foot in front of the other, smile and just keep on rolling.

“Pásalo bien. Disfruta de la vida. La vida es demasiado corta para anclarte y desanimarte. Tienes que seguir moviéndote. Tienes que seguir adelante. Poner un pie en frente del otro, sonreír y seguir avanzando” – Kobe Bryant

Kobe Bryant afrontó casi la totalidad de su vida como hubiera afrontado un encuentro amistoso frente a un grupo de cadetes en pretemporada; es decir, a todo trapo y sin reservas. Sin detenerse ni repantigarse. Sin verlas venir. 41 años, tan cortos y súbitos como para llorarte una vida; tan largos y amortizados para levantar rascacielos de envidia en muchos de quienes rozan los cien.

Por ti, Kobe; por tu hija Gianna; por tu familia; por el baloncesto; por todos nosotros, que te añoraremos; y por los que vendrán, a quienes les contaremos tu odisea de la que se teñirá esta elegía. Mamba out.

(Fotografía de portada de Harry How/Getty Images) 


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