‘Si el triple no existiera…’

Si el triple no existiera, poco hubiese cambiado ayer en el Target Center. Fue allí donde, en la noche de los muertos, presenciamos la mejor de las resurrecciones.

Si el triple no existiera, hablaríamos de un ayer de pequeños matices y efectos tectónicos.

De ponernos matemáticos, Derrick Rose habría sellado su career high en 46 puntos en lugar de 50. Adiós a la cifra redonda. De continuar matemáticos, los T-Wolves habrían perdido el duelo por un punto, 124-125, y el career high habría empatado en futilidad y hermosura.

De dejar las mates a un lado y ponernos hipotético-empáticos, D-Rose jamás habría adquirido la confianza necesaria por fuera para, a continuación, sacar todo lo que lleva por dentro. Ayer, el triple, enemigo estético y estadístico de Rose, se convirtió en su aliado, por un par de horas, y le dio el empujón necesario para hacer historia… otra vez.

Recital en miscelánea

Pues todo comenzó –en el minuto 10:17– con un triple despejado y central. Para alguien que promedia un 29,7% en su carrera desde esa marca, no hay mejor forma de arrancar la velada. Sientes la respiración. Acompasada. La confianza se extiende por las yemas de los dedos y te recorre la columna. Hasta el tren inferior. A donde de verdad importa.

Los (dos) puntos siguientes fueron un ligero tráiler de lo que estaba por venir. Arrancada desde el lado débil y salto con tenue contacto para finalizar a tablero ante Rudy Gobert. El obelisco francés, vigente DPOY y pedigrí de rim protector, vería muy puestos en entredicho ambos títulos a lo largo de todo encuentro.

Porque a lo que asistimos a partir de ahí, fue a una exhibición exquisita en la que el base tocó todos los palos de la baraja, incidiendo, eso sí, en uno por encima del resto. En aquel que le condujo a ser el MVP más joven de la historia (interrumpiendo el soliloquio de LeBron James) y la principal causa de que sus vídeos acumulen cientos de miles de visitas en Youtube.

Rose nos regaló una velada de derroche físico espectacular, y nos recordó que con treinta años y sin rodillas, el aire sigue siendo su elemento… y que en él aún maneja el cuerpo como ninguno.

Sus 50 puntos de anoche fueron el fruto de:

  • Ocho (de once) tiros libres.
  • Cuatro (de siete) triples.
  • Cuatro canastas de media distancia.
  • Nueve penetraciones resueltas junto al hierro.
  • Un gancho.
  • Una ‘bombita’.

D-Rose dejó su sello en cada una de las hélices del molino, siendo el triple un recurso válido pero circunstancial. Porque donde el ‘1’ de los Wolves se hizo gigante anoche no fue desde el perímetro, sino a través de una acción, la internada, que, si bien no está en peligro extinción, se halla en franco retroceso. Rose, en once vibrantes acelerones (más las que no acabaron en canasta pero sí en falta), la remolcó en su salvavidas mientras la pintura de Utah se resquebrajaba, incapaz.

Too big, too strong, too fast…

El triple: pura seducción

Ante lo que hizo ayer Rose, pusieron la primera piedra en 1968, cuando la ABA lo introdujo en su reglamento. Un tiro que, lanzado desde la distancia adecuada, ya no valía dos sino tres. Una revolución en el baloncesto con la que se pretendía contrarrestar el dominio faraónico de los big men bajo los tableros, y que durante décadas ejerció a la perfección su papel de contrapunto.

Pero en los últimos años, la balanza se ha desequilibrado de nuevo. Esta vez en la dirección opuesta. La importancia del tiro de tres vive un ascenso vertical e imparable. Hasta Pops lo reconoció a desgana. Primero los Warriors –con su dúo Splash– y luego los Rockets de D’Antoni –en una versión aún más contemporánea del run&gun– han elevado el triple a incontestable baza ganadora, desnaturalizando el concepto genuino del baloncesto. Y los efectos son (y seguirán siendo) devastadores.

Ya no solo aleros y escoltas beben cada día más de sus aguas, si no que hasta pívots diseñados genéticamente para subyugar la pintura, se alejan para, dicen, expandir su peligrosidad, sin ser conscientes de lo que arriesgan al hacerlo: renunciar, precisamente, a aquello que los hizo, en sus inicios, realmente buenos y valiosos.

Towns y Embiid, como cobayas de lo novedoso y adalides del cambio, se alejan de suelo fértil seducidos por el novum conceptu del pívot total… con resultados dispares (en sus carreras, 39% de Towns por el 32,4% de Embiid, con tendencia ambos a los cinco intentos por partido).

Pero el arquetipo del desperdicio en esta evolución, delinea la silueta de Russell Westbrook. Posiblemente, el base mejor dotado (aún más que el Rose pre-lesión) de la historia de este deporte para hacer, de la penetración, su mejor esposa y amante.

Ocurre que, paradójicamente, en su año de MVP lanzó la burrada –para un point guard de su perfil– de 7,2 triples por encuentro. Un jugador incontenible en carrera y fuente generadora de 2+1, y cuyo promedio tras una década de NBA, es de un 31% en tiros de tres.

Russ es un mediocre tirador de larga distancia que también ha sucumbido, no obstante, a sus evidentes encantos. La autozancadilla alcanza y contamina a todos, con Dwight Howard  e Ihan Mahinmi como ejemplos más caricaturescos.

Qué duda cabe

Qué duda cabe que tirar de tres, en lugar de driblar y penetrar, es un instante de respiro para la musculatura del cuerpo.

Qué duda cabe que tres puntos valen más que dos.

Qué duda cabe que lanzar es no tener que rumiar más la jugada.

Qué duda cabe que envainar, golpear tu sien, cocinar a lo barbiluengo u observar a través de la mirilla trifalángica en el cangrejeo y tras el chof, es y será siempre de lo más cool. Y en la NBA más que en ningún sitio.

Rose, esquivo y sereno

Pero en el duelo ante los Jazz, Rose se salió del parchís tanto por acción como por omisión. Por lo que hizo –demostrar que es mejor finalizador que Gobert intimidador– y por lo que se contuvo de hacer –abusar del long range cuando la muñeca le ardía, pidiéndole más–.

Rose supo entender que él no es Klay Thompson, y que no todas las historias de 50 (o 52) puntos se escriben igual.

Supo entender que con un 4/7 era suficiente. Que el triplazo que clavó para empatar el duelo a 119 a falta de 3:30 minutos, no tenía que ser la antesala de nada.

El playmaker de los Wolves rehuyó cañizas de once varas y manejó los minutos calientes desde su zona de confort. Así, en su hábitat, nos dejó dos acciones finales de inmejorable buqué. Una espectacular penetración, fake y a tablita con un Gobert ya reducido a muñeco de trapo, seguida de un último slash, esta vez cerrado con gancho, ante el punteo impotente de los largos brazos de Exum.

Rose, de este modo, demostró haber comprendido que la canasta más celebrada de su carrera (aunque no por él) fue un melón en toda regla. Y que los melones, de cada cien se salen noventa y nueve.

Por lo tanto, cabe preguntarse…

¿Qué sería de Klay Thompson sin el triple? Probablemente, una versión de sí mismo mucho más completa que la que necesita enseñar.

¿Qué sería de la NBA sin el triple? Probablemente, jugadores más auténticos y un boxscore mucho menos sufrido.

¿Qué sería de D-Rose sin el triple? Probablemente, nada cambiaría. O casi. Pues por todos es sabido que la leyenda de ‘quien pudo ser y apenas fue’ se forjó desde el crossover, el cambio de ritmo, la potencia, el rectificado y el slam.

This (guy) is Halloween

Exhibiciones como las del otro día de Klay Thompson te enamoran por ese día y el siguiente; shows como el de anoche de Derrick Rose, te vuelven adicto para toda la eternidad.

El Derrick Rose de 2011, asumámoslo ya, se marchó para no volver. Pero ayer, en la noche de los muertos vivientes su occisa versión decidió salir del cementerio y darse un garbeo por el mundo de los vivos para recordarnos que, a ratos, a flashes, a partidos, aún es conveniente tenerle miedo.

Porque el disfraz de MVP no lo tiró; aún lo conserva en el armario. Y de cuando en cuando, nostálgico, disfruta enfundándose de nuevo en él.


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