Michael Jordan alucina al ver jugar en directo al hijo de LeBron: «Ya tengo sucesor»

La paradoja quiso que la primera vez que Michael Jordan viese jugar al hijo de LeBron James no fuese deslizándose sobre la pulida madera de un pabellón al calor de los focos y entre un enjambre de medios.

A doscientos metros de la ermita de Sant Jones –su visita obligada de cada domingo al mediodía– sobrevive atrincherada la pista callejera de ‘Nosrevi Nella’ (nombrada en honor a su primer alcalde, un 2,10 que cambió el básquet por la política), con un par de largas grietas atravesándola de extremo a extremo y contrastando con los frondosos arbustos y el mosaico de farolas estilo Bauhaus que dan forma a las calles de Júpiter, el pueblo más exclusivo y con mayor renta per cápita de todo el condado de Palm Beach (Florida).

De esto último, seguramente, tenga mucho que ver un individuo que, sin jugar al baloncesto desde hace 21 años, sigue siendo la joya de la corona de Nike, cobrando 130 millones de dólares anuales por su línea Jordan Brand de calzado deportivo. LeBron, ‘su segundo’ en la marca, apenas supera los treinta millones al año. Cuatro veces menos.

Sin embargo, Michael Jordan, la persona más hostigada de Barcelona en los JJ.OO de 1992, pasa casi desapercibido en un vecindario lleno de celebridades y al que los paparazzi tienen prohibido el acceso por bando consistorial.

Caminar libremente en un día soleado, ir a comprar el pan o pasear al perro sin sentir el acoso de los flashes ni la necesidad de conducir un coche de cristales tintados, es un privilegio por el que muchos famosos darían una buena parte de su fortuna, pero que sólo los habitantes de este pequeño rincón al sureste de los Estados Unidos han logrado construir y mantener. Una burbuja elitista, un microcosmos sin rejas, un reducto de paz y normalidad donde los autógrafos no valen más que un graffiti en las paredes de un motel de carretera.

Fue por eso, quizás, que LeBron lo escogió como el destino de su escapada familiar para estas Navidades. Apenas fueron tres días a mediados de diciembre, cuando los Lakers tuvieron su lapso más largo entre partido y partido.

Un vuelo charter privado para una treintena de pasajeros, donde viajaría la familia James al completo y lo que parecía una granja escuela de adolescentes en plena etapa de pavoneo; de los que anteponen el gimnasio y las sneakers a las tardes de cine, FIFA y Call of Duty. Sucedía que el equipo junior de los Sierra Canyon School también iba a bordo de ese avión.

Porque así es James, el típico padre enrollado y con un par de aviones en el garaje que se lleva a veinte nenes de instituto a la esquina opuesta del país sólo porque le apetece y porque puede. Tres días alejados de los focos y la prensa freelance más voraz de la de varios teleobjetivos colgando del cuello.

Un ojeador de incógnito

Y fue allí, en la pista de cemento quebradizo Nosrevi Nella donde se improvisó una pachanga entre los miembros del Sierra Canyon y donde poco importaba que fueran compañeros de equipo e incluso buenos amigos de parranda. Como Magic y Bird, como Green y Poole, la competitividad se apodera de todo cuando el balón retumba seco contra el suelo, disipando todo lazo de hermandad mientras dura lo que dura una posesión.

Y fue así, en uno de sus paseos sin rumbo fijo de los viernes por la tarde, como Michael Jordan ‘descubrió’ a Bronny James. El ’23’ estaba muy al tanto de la visita del ‘6’ a su trozo de paraíso, pues él mismo se había encargado de asesorarle en la reserva de los tres adosados de lujo que LeBron iba a necesitar para dar cobijo a tan amplia comitiva. Pero lo que ‘Air’ no sabía es que habiendo un pabellón con todas las facilidades del mundo en el centro del pueblo (y que él mismo había inaugurado un par de años atrás), los muchachos del Sierra Canyon iban a preferir aquella pista olvidada y de cuya existencia sólo los mirlos y las urracas, las aves típicas de la región, parecían tener consciencia.

Habían barrido, supuso que con los pies, el manto de hojas que cada otoño ocultaba las líneas medio borradas de pintura blanca y amarilla que delimitada las distintas zonas del rectángulo. Los gritos habían ahuyentado a los pájaros, se oían batires de palmas y su oído llegó a captar un par de bravuconadas antes de que pudiera distinguir con claridad el emblema de los Lakers luciendo en múltiples pecheras sudorosas. Jordan sonrió al darse cuenta de que LeBron no había omitido ni el más mínimo detalle.

El rey había encargado macutos suficientes para todos los chavales se sintieran ‘lakers’ por un día. Se acercó un poco más y pudo darse cuenta de que los nombres cosidos sobre los dorsales no eran los de James, Kobe, Worthy o Shaquille, sino otros que le eran del todo desconocidos. Entonces rió de nuevo. Eran camisetas personalizadas, la mitad blancas y doradas y la otra mitad de azul y púrpura. Ante sí tenía a dos bandos de adolescentes uniformados y esponsorizados secretamente por los Lakers, dispuestos a darlo todo en una cancha destartalada y en el más profundo anonimato.

Lo que ellos no sabían es que como ojeador retirado, como scouting sin invitación, a unos quince metros de distancia y camuflado entre los abedules, tenían nada menos que a Michael Jordan, salvador de los Looney Tunes y leyenda de la NBA.

De lo que pasó después sólo conocemos lo que el GOAT contó a su círculo más íntimo y al propio LeBron en estricta confidencia pero de lo que la prensa ya ha empezado a hacerse eco.

Bronny dejó boquiabierto a Michael.

Cuando deja de ser ‘el hijo de’

Sin la presión de gradas repletas pendientes de cada uno de sus tiros y sus desmarques, sin la bondadosa sombra de su padre ejerciendo de coach en funciones añadiendo estrés a cada toma de decisiones, sin la persistente certeza de saber que todos los ojos que le escrutinan están atentos a ver que hace ‘el hijo de…’, Bronny, sintiéndose liberado, se hizo dueño y señor de medio equipo del Sierra Canyon y destrozó a la otra mitad ante los incrédulos ojos de MJ.

«Por fin tengo un sucesor a la altura», fue lo que haría saber después a los suyos un individuo que jamás se ha mostrado propenso al halago (con Kobe le costó años aceptarlo como ‘un igual’), menos aún a señalar a otros jugadores dispuestos a desafiar su legado como dignos de hacerlo.

Mates contundentes, penetraciones, crossovers increíbles, marcajes asfixiantes, robos, midrange jumpers… al parecer Broony hizo de todo y casi todo bien frente a la ermita luterana de Sant Jones aquella tarde de viernes mientras ‘nadie’ le observaba.

«Like father, like son», añadiría Michael como último cumplido. Algo así como «de tal palo tal astilla, o «de casta le viene al galgo» en nuestra versión del refranero.

Con eso Michael vino a concluir que aunque es LeBron quien está a un puñado de partidos de convertirse en el máximo anotador en temporada regular de todos los tiempos… lo mejor de la estirpe James aún puede estar por llegar.

Draft 2024: te estamos esperando.

(Fotografía de portada de  Tim Nwachukwu/Getty Images)

— Feliz 28 de diciembre de 2022 a todos.


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