Play-in: eterno amor de primavera

Se hundía en el horizonte a mi pesar, y sin embargo parecía resistirse al ocaso, tratando de alargar un poco más la agonía del adiós para anclarlo a nuestra memoria. Me hizo pensar en aquellos enamorados en blanco y negro que no dudaban en arriesgar medio cuerpo por la ventanilla del vagón días antes de exponerlo por entero entre barro y trincheras, y agitaban incansablemente el brazo hasta que el tren torcía la curva de la estación, dejando tras él sólo el eco de las vías y una postal eterna en el corazón de quienes los veían partir.

Así son, sobre una tabla de surf y en un tono menos dramático, las puestas de sol en la playa de El Palmar, ahora que los días se alargan y el neopreno abriga lo suficiente para que la urgencia por salir del agua casi flirtee con el extinto toque de queda.

Por segundos, ese mar que amas se agita, como avisándote de que el momento de volver a remar se acerca. Su suave oleaje juega a interponerse entre tus ojos y ese fondo casi de photoshop del que no quieres perder ni un solo fotograma. Entonces estiras tus brazos en la tabla como en pleno take off, pero esta vez no con la intención típica de coger velocidad y peinar la espuma, sino para estirar ‘el boyeo’ y perpetuar en tu mente un atardecer que vale tanto como atravesar el tubo perfecto. O eso quiero creer, porque yo, que por ahora soy carne exclusiva de corchopán, sólo puedo conformarme con lo primero. Que no es poco.

Sin impasse en el clímax

El caso es que esa sensación también la siento muy viva en la NBA en estas últimas semanas. Un cruce de sentimientos en el estómago de los aficionados poco habitual por estas fechas. Por un lado, te mueres por que lleguen los playoffs. Por otro, no quieres que esto se acabe.

Sin aquel parche en la necesidad que fueron los play-in de la pandemia (y que llegaron para quedarse), los aficionados de los Spurs hace tiempo que habrían perdido la esperanza de regresar a los playoffs tras los primeros sin su presencia en más de dos décadas. Sin ellos, no habríamos soñado casi hasta el estertor con ver a Ingram y Zion dando guerra ante los All-NBA en sus primeras eliminatorias. Sin ellos, los Wizards no dispondrían de un último bateo para hacer buena su brutal remontada. Sin ellos, el golpe sobre la mesa de los Knicks no habría sido tan demoledor. Sin ellos, los Warriors de Don Stephen, en lugar de con pie y medio dentro, estarían con pie y medio fuera. Sin ellos, el gusanillo de saber que Lakers y Celtics, las dos franquicias más históricas de la NBA y una de ellas seria aspirante al título, aun pueden quedarse sin postemporada en caso de un doble tropiezo, no existiría.

Sin los play-in, este esprint tendría menos sal y menos pique. Sin los play-in, mayo sabría mucho más a tofu.

Y LeBron James no se alimenta solo de tofu, por más que haya intentado convencernos de lo contrario. Míster Taco Tusday lleva demostrándonos toda su carrera que, en su caso, inteligencia y vehemencia caminan juntas de la mano, y que cuando la cosa va de posicionarse en términos NBA, su compromiso social se difumina y su concepto de lo bueno y lo malo raya con su etimología de raíces griegas, donde ‘bueno’ se escribía agathon, que significaba beneficioso, y ‘malo’ era kakon, o no-benficioso en su tenor literal.

Para el Elegido, en su pormenorizado plan de cada año de encarar las eliminatorias y alcanzar las Finales en plenitud física, disputar la previa en una inesperada caída de los Lakers hasta la séptima plaza es un contratiempo que su mente y su cuerpo preferirían evitar; al igual que hace dos años, en la que fue su primera campaña sin playoffs desde 2006, sus declaraciones, algo me dice, habrían sido bien distintas y con él recibiendo el invento de marras de la pre-round con los brazos extendidos.

Con Luka Doncic ocurre algo parecido. Enfoca las quejas dentro de cancha con la misma falta de pericia que fuera. Démosle tiempo. Como diría Cat Stevens, «you’re still young, that’s your fault».

En esto que son los play-in, en el enésimo paso que da la NBA por hacer el producto más atractivo, todos somos newbies y remamos sobre corchopán. Pero hay buen swell y vientos off-shore. Por más que no termine de gustar a algunos (muy pocos), las ventajas son arrolladoras y muy por encima de los inconvenientes. La competitividad aumenta, la emoción crece y el tanking cae más y más en desgracia. Solo van dos años (o uno y tres cuartos), pero el improvisado plan puede convertirse en una de las mejores decisiones que, ni preparándola durante un siglo, habría salido mejor.

Yo, en su año sophomore, a los play-in les susurro aquello mismo de Captain Fantastic (por fin en Netflix) mientras el sol aún se pone: “Mi cara es mía, mis manos son mías, mi boca es mía, pero yo, no. Yo ya soy tuyo”.


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