Baremo NBA: sanciones por defecto y por exceso

Uno de las cuestiones que ha elevado, más si cabe, la efervescencia en las calles de la península (sector noreste), ha sido la superposición de dos sentencias; las vulgarmente conocidas como las de La Manada y el Procés, y el intento de analogía entre ambas respecto de las penas de cárcel a que han sometido a unos condenados y a otros; mucha gente descolocada, perpleja, al ver como un caso de violación múltiple y otros de sedición se tipificaban con una privación de libertad, en términos de temporalidad, casi pareja.

La principal reserva ante este hecho, ante sendos fallos, es que la cosa, una vez fijados los delitos, más o menos se veía venir, por no decir, directamente, que se sabía. Pues bajo el lema de lex praeviascripta et certa, encontramos escaso margen a la discrecionalidad y, por tanto, a la sorpresa. En el Derecho Penal, por norma, se juega con las cartas marcadas.

Mientras, en su Corte de chiringuito, la NBA goza de un amplio margen para dirimir y decidir cómo reaccionar ante sucesos bochornosos como el de anoche, y con su decisión de hace un rato, se abre aquí otro debate.

Por un lado tenemos a DeAndre Ayton con una sanción de 25 partidos (a la espera de ver si la NBPA interpone recurso y éste avanza con éxito) por consumo de diuréticos, mientras que en el otro asistimos (perplejo, aquí, yo) a cómo Karl-Anthony Towns y (sobre todo), Joel Embiid, salen de rositas, casi indemnes, de un espectáculo que se resolvió con un choque de manos (el de Mike Scott) y se despidió entre una lluvia de aplausos y vítores (las del Wells Fargo Center, a incitación de Embiid)… con la Liga poniendo ahora el broche con su patética colleja.

Ron Artest, justo antes del cortocircuito –fruto de recibir el impacto de un vaso de plástico desde público– que propició la luego bautizada como Pelea de Auburn Hills, se encontraba… (tumbado no es la palabra) … arrepantigado provocativamente en la mesa de anotación.

Más que el ‘durante’, el ‘después’

En esta vida, y en determinados momentos de tensión especialmente, las formas de provocar se multiplican. Gestos que en otro contexto, en uno de paz normal, pasarían desapercibidos o, a lo más, como nimios o anecdóticos, solo denunciados por esos ‘ofendiditos‘ ante quienes nada como tirar de refranero infantil: «quien se pica ajos come».

No fue ese el caso de Joel Embiid. No debió buscar la complicidad de la grada, la aprobación de la muchedumbre, el guiño de una caterva achispada que paga por ver baloncesto pero concibe aún más barata su entrada si le dan como propina una ración extra de morbo. Así (de imbéciles) somos.

Towns, cruce de cables, pifia y a vestuarios cabizbajo. Como tenía que ser. Como debía acabar.

Embiid optó salir por la puerta grande. Le faltó el paseillo a hombros por el rectángulo sujetando las dos orejas tras su gran faena. Había cumplido su propósito; acabar con el auroch dominicano. Al rato, sin quitarse el traje (de luces) y él con nada del paréntesis en su sesera, puso la puntilla. Marrullera.

Hoy, con su justicia salomónica de jardín de infancia, la NBA le ha dado también el rabo. Refrendo implícito de que, lo de anoche, no estuvo tan mal. Gajes del oficio, dirán. Ramificaciones del espectáculo. ¿Si los del hockey pueden, por qué aquí no? Basta de discriminación. Que los abonos valen lo suyo, diablos.

(Fotografía de Mitchell Leff/Getty Images)


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